24.1.07

Cadáver exquisito escrito por dos personas que ya no existen...

Un complot parecía caer sobre nosotros. Alguna especie de fiebre quebradiza provocaba de uno a tres estornudos, seguidos, siempre seguidos.
Afuera, afuera calor. Y una especie de apocalipsis prematuro se notaba en el cielo, en el sol anaranjado, en ojos negros... sin fondo aparente.
Se despidió enseguida, sí, se despidió pronto, muy pronto. Por la puerta salió una sombra y rápidamente entró otra. un almacenamiento de nostalgias, apiladas como en biblioteca y quehaceres domésticos la sobresaltaban.
Su rostro ya no era el mismo, eso mismo, mi rostro ya no era el mismo. Aunque sus labios permanecían intactos, inertes, inmortales, los recuerdo bien, los recuerda bien. Instrumento por donde surgían palabras, letras y sonidos: a, mundo, c, fa, sh, hola, horror, rata, agua, guía, isla, lágrima, más... Sí, variospuntos suspensivos, hasta el silencio tenía color detrás de esos labios, un suspiro materializado y todo lo que de su boca saliera.

Mientras se alejaba del sol final, el frío se le hacía ostensible, un martilleo en las rodillas y hielo en su despertar. Una galleta de cereales secos podrían haber sido su cena por cuatro días, pero ni siquiera.
Eyaculaban sonidos perversos aquellos auriculares de músicas de antaño. El útero de su oído no pudo responder a tamaña insolencia. No por el momento.
Cualquier cosa podría haber provocado su muerte, aun la más sarcástica e ignorante frase de un hijo de puta.
"Vení conmigo, no te vayas..." -eso hubiera querido escuchar y un silencio hizo buscarlo debajo de la cama, esa que ya es de una plaza.
Las incoherencias no hubieran trasnochado sin las presencias en su ausencia, pero ninguna alma allende la conmiseración se atrevió a hacerlo ni por un instante. Conmiseración e incoherencias.
Las voliciones, deliberaciones, voluntades y las literaturas se pusieron de acuerdo: Θάνατος.
La gravedad del asunto ameritó caracteres de otras latitudes que bajaron de su pluma fuente en un acto de deslealtad histórica.
¡Me cago en la deslealtad!
Vociferen todos los dioses paganos del Olimpo, y traten de neutralizarme. Vendrán otros más en su ayuda. La trascendencia es mi fuerte...
Habrá muchas comidas gelatinosas y coágulos cerebrales esperándolos... Έρος tortura; Θάνατος salva...

¿Cómo interpretar la vida? Hay tantas líneas como personas en el mundo, en su mundo, en mi mundo, en nuestro mundo.
El agua, ¿cómo se divide al agua? ¿Por color, por movimiento, por temperatura? ¿Cómo dividimos dos almas? Mmm... ya sé!... como en la fotografía de una película francesa, la división de almas se daba en el mismo instante en que ardía la brasa del cigarrillo en la plena oscuridad, permitiendo ver solo los ojos, las cejas, las pestañas, el contorno, algún cabello, la mueca, el lunar de quien fumaba. Sí, así se dividen las almas, sólo si antes estuvieron juntas, sobrepuestas, sobreexpuestas como se mencionó antes no hubo tal respuesta, la cama fue para uno o para varios, no sé... no sabe, no supe, no supo qué decir. Los estornudos hablaban por sí solos, no respondían a las ganas, ni al polvo, eran de acuerdo a los sentimientos. Uno, dos y hasta tres, seguidos, siempre seguidos.
Alguien preguntó: ¿Me querés? Dos pieles opuestas se entremezclaban dando a luz alguna clase de sentimiento. ¿Me odiás? Sí, con toda mi alma.

La velocidad de la respuesta era a la de la luz como ésta a la del sonido. Casi nula. Nula. Negativa.
"¿Me convidás un poco de tu existencia?"
"...te convido muerte con azúcar, azúcar en terrones sobre un amor en común, azúcar impalpable en la blanca oscuridad de un flash, vanos atardeceres compilados en posición fetal, abortado y luego reanudado con vinagre del bueno: aceto balsámico con existencia dulce e impalpable.
Jugar a un cadáver exquisito con uno mismo, esa es la literatura posmoderma. Yo me vuelvo clásico en una nada y soy el cadáver exquisito con azúcar impalpable.
"Probalo, nunca lo probaste" -dijo un alma que era la existente, la dulce, la de tu respiración que me empaña el brazo y los ojos; la de tu cara de chocolate (sin azúcar) subiendo y bajando, te veo, no te veo, te veo, no te veo... ¡Ahh!
Llegamos juntos a la meseta de la soledad, la del afuera (la mía) y la del adentro (la tuya).
Tres flashes, un cigarrillo prendido, y un alma vacía fumando su volubilidad, su "no"...
El azul (la tarde) y el negro (vos) me electrocutan en un acceso de insensatez morbosa y caníbal. No lo hago: te has dormido, quiero verte despierta, conmigo, en dosis perpetuas...
Un ocasionalismo me premite desprenderme de este logos mientras el brazo sigue empañado, bueno... no puedo escribir por siempre: tomá...

La pluma también tiene sis mañas, como todo... ¿Nosotros también?
Entre pestañas largascula si fueran perfectas, salidas del arte, me decís mil veces sí, me gritás desde tu dulzura impalpable cosas que no alcanzo a entender, acariciás con tus manos la boca que dice no, ahora no, llena de secretos y dogmas cristianos.
¿Serán exquisitos nuestros cadáveres cuando yacen en tumbas separadas?
No lo creo, no lo cree. Largas procesiones de autos negros velaron el polvo, la ceniza compartida de nuestras almas que no serán divididas por la brasa de ningún cigarrillo existente.
¿Me creés? Yo sí, con toda mi alma, ser aún individual.
Mañanas sin sol, con sol, sin lluvia, con lluvia. El azul (la tarde) siempre despertó algo en nosotros, sólo en nosotros, que quedando la ciudad humienta aislada para siempre, mientras dure.
La ansiedad devora eso que todavía aún no tenemos. A veces no lo resisto y caigo triste a unos brazos, tus brazos que me esperan siempre como las primaveras. Situación ridícula: dos hombres, semidioses y una mujer, la niña. Momento irónico: el miedo ante los caminos a caminar. Tu sueño entre mis manos queriendo ser realidad, mis manos en otro cuerpo, vos y yo (como niños), otra vez, invertidos, circular.
Un rompecabezas que lleva tiempo armándose. En la niñez como en la vejez aterra colocar las últimas piezas, una voz en off pregunta por qué no lo hago, voces adultas que siempre necesitan explicaciones. Como soy pequeña, ínfima, no respondo mientras que escondo en lugares impenetrables las últimas reliquias del juego.

Aunque imperceptiblemente, las justificaciones se hacen a un lado como tu boca al decirlo: una lástima: me gustaría escucharlas.
¿Semidioses? ¿Dos? ¡Ja! Vana igualdad, falsa igualdad de condiciones.
La tarde se parece más a la sangre, a la muerte, al azul que sobreviene.
Semidioses... nada que ver.
Si sólo perdura el Dios del tacto, ¿cómo postular la existencia de dos semidioses?
Creo en la trascendencia divina del tacto, creo en el Dios único del sentir compartido, descreo de tus semidioses blanc (os) impalpables, descreo de tus semidioses vedados, descreo de la existencia de algo más que un Dios Absoluto...
Me voy y te marchas hacia imaginarias películas condicionadas, francesas, francesam los mismos rituales...
Tenés un semidios en la mano y otro está acá, ocupado en otras creaciones. Puede ser literatura, podrá ser muerte tuya, odio tuyo, odio a la sustancia blanca como esa oscuridad que se aspira por las mañanas mientras no estás.
Irrisoria la justificación de lo absurdo, blanco el infierno, negra la espera. Negra, te esperan.
Negra,... ya no...

Es sabido, el despertar de la furia de vendavales de preguntas sin respuestas a causa de una no aclaración semántica en un texto que ya no es ficción. (Justificación simplista. si se quiere). Nada va a compartir, no comprender el lugar que se ocupa, zapatillas, zapatos, sandalias, botas. No tiembles, nunca temas por ella, no, no, no...
Ella sabe bien quién es quién, cómo es cómo, cuál es cuál, cuánto es cuánto. Un secreto develado, juega esquizofrénicamente sola a no saber quién es, quién es ella misma, qué busca, ahí mismo están las dudas en un círculo personalmente subjetivo. Escribe sobre tu espalda y tu pecho pistas de un amor, (gime) a tu oído sonidos de aliento, te encuentra en el tacto y se pierde en la mirada.
No desesperes, dice.... tranquila, tranquilo, ya vendrán corriendo a tu encuentro más tardes azuladas a su lado... ¡No duermas en la espera!
Habrá chocolate caliente con azúcar palpable, sí, también para las almas, cama doble en vez de simple y mil cosas igualmente perfectas. ¿Estoy soñando? ¿Estás soñando? No lo sé, pero soñanos lo mismo.

25/09/ningún año.
(Hubo un sol espantoso,
como una premonición).

15.1.07

Cuatro horas en Chatila (Jean Genet-Fragmentos)

(...) creemos que no lo tocaremos nunca. Eso si lo contemplamos.Pero si hacemos un gesto en su dirección, nos agachamos junto a él, le movemos un brazo, un dedo, de repente se vuelve presente e incluso amigo. El amor y la muerte. Estos dos términos se asocian muy rápidamente cuando se escribe sobre uno de ellos. Me ha hecho falta ir a Chatila para captar la obscenidad del amor y la obscenidad de la muerte. Los cuerpos, en ambos casos, no tienen nada que esconder: posturas, contorsiones, gestos, expresiones, incluso los silencios pertenecen a uno y otro mundo. El cuerpo de un hombre de treinta a treinta y cinco años estaba tumbado boca abajo. Como si todo el cuerpo no fuese más que una vejiga conforma humana, se había hinchado bajo el sol y por la química de la descomposición hasta inflar el pantalón, que amenazaba con estallar en las nalgas y en los muslos. La única parte de su rostro que pude ver era violeta y negra. Un poco más arriba de la rodilla, bajo la tela desgarrada, el muslo mostraba un tajo. Origen del tajo: ¿una bayoneta, un cuchillo, un puñal? Unas moscas en la herida y otras alrededor. La cabeza, más grande que una sandía —una sandía negra. Pregunté su nombre, era musulmán.(...) Estaba tumbada de espaldas, depositada o dejada sobre sillares, ladrillos, barras de hierro torcidas, sin confort. Antes de nada me sorprendí por una extraña trenza de cuerda y tela que iba de una muñeca a la otra, manteniendo así los dos brazos abiertos en horizontal, crucificados. La cara negra e hinchada, levantada hacia el cielo, mostraba una boca abierta, negra de moscas, con dientes que me resultaron muy blancos, una cara que parecía, sin que un músculo se moviese, o bien hacer muecas o bien sonreír o proferir un alarido silencioso e ininterrumpido. Sus medias eran de lana negra; el vestido de flores rosas y grises, ligeramente remangado o demasiado corto, no lo sé, dejaba ver lo alto de las pantorrillas negras e hinchadas, siempre con delicados tintes semejantes al malva y al violeta de las mejillas. ¿Eran hematomas o el efecto natural de la putrefacción al sol? (...) (...) La habitación contenía, amontonados en una sola cama, cuatro cadáveres de hombres, apilados, como si cada uno se hubiese preocupado de proteger al que tenía debajo o como si hubiesen sido poseídos por un celo erótico en descomposición. Esta pila de cuerpos olía fuerte, pero no mal. El olor y las moscas parecían habituarse amí. Yo no molestaba ya a nadie en estas ruinas imperturbables. (...) tuve un ataque de ligera locura que a poco me hace sonreír. Me dije que nunca habría suficientes planchas y tablas para los ataúdes. Pero, ¿para qué ataúdes? Los muertos y muertas eran todos musulmanes que se envuelvenen sudarios. ¿Cuántos metros de tela harán falta para amortajar a tantos muertos? ¿Cuántas oraciones? Lo que faltaba en este lugar, me di cuenta, era la salmodia de las oraciones. (...) Un viejo pasó corriendo.—¿Adónde vas? —A buscar ayuda. Soy el enterrador. Han bombardeado el cementerio. Todos los huesos de los muertos están al descubierto. Hay que ayudarme a recoger los huesos. (...) Desde hacía tres meses las manos tenían una doble función: por el día, coger y tocar, por la noche, ver. (...) (...) “Estamos unidos a Israel por numerosas vías: nos traen bombas, carros, soldados, frutas y legumbres, y se llevan a Palestina a nuestros soldados, a nuestros hijos... en un continuo vaivén que no cesa, como dicen ellos, estamos unidos desde Abraham, en su descendencia, en su lengua, en un mismo origen...”(un fedayín palestino). “En fin —añade— nos invaden, nos ceban, nos asfixian y querrían besarnos.Dicen ser nuestros primos y estar entristecidos al verque nos apartamos de ellos. Deben estar furiosos con nosotros y con ellos mismos”.* * *La afirmación de una belleza propia de los revolucionarios plantea muchas dificultades. Sabemos (supongamos) que los niños o adolescentes que viven en medios antiguos y severos, tienen una belleza de rostro, de cuerpo, de movimientos, de mirada, muy próxima a la de los fedayines. La explicación tal vez sea ésta: al quebrar el antiguo orden, una nueva libertad aparece a través de la piel de los muertos, ya los padres y abuelos les costará apagar el estallido de los ojos, el voltaje en las sienes, la alegría de la sangre en las venas. (...) (...) Otras mujeres, más mayores que ésta, se reían detener por hogar tres piedras ennegrecidas que llamaban: “nuestra casa”. (...) Estas mujeres viejas no eran parte ni de la revolución, ni de la resistencia palestina: eran la alegría que ya no espera más. El sol sobre ellas, continuaba su trayecto. Un brazo o un dedo extendido proponía una sombra cada vez más fina. Pero ¿qué suelo? Jordano, por efecto de una ficción administrativa y política decidida por Francia, Gran Bretaña, Turquía, EEUU...“La alegría que ya no espera más”, la más jovial puesto que es la más desesperada. (...) ¿Era firme la tierra bajo los pies desnudos de estas octogenarias actrices trágicas sublimemente elegantes? Cada vez lo era menos. Cuando escaparon de Hebrón bajo las amenazas israelíes, la tierra aquí parecía sólida, cada uno se aligeraba y se movía sensualmente al son de la lengua árabe. Pasado el tiempo, esta tierra experimentó lo siguiente: los palestinos eran cada vez menos soportables, a la vez que estos mismos palestinos, estos campesinos, descubrían la movilidad, la marcha, la carrera, el juego de las ideas redistribuidas casi a diario como naipes, las armas, montadas, desmontadas, utilizadas. Cada mujer, a su vez, toma la palabra. Ríen. Recojo la frase de una de ellas:—¡Héroes! Vaya broma. He parido y azotado a cinco o seis que están en el yebel. Les he limpiado el culo mil veces. Sé lo que valen y puedo parir a más. En el cielo siempre azul el sol continúa su trayecto, pero todavía hace calor. Estas actrices trágicas, a la vez recuerdan e imaginan. Con el fin de ser más expresivas, apuntan con el índice el final de cada período y acentúan las consonantes enfáticas. Si un soldado jordano pasase, estaría orgulloso: en el ritmo de las frases encontraría el ritmo de las danzas beduinas. Sin frases, un soldado israelí, si viese a estas diosas, les dispararía sobre el cráneo una ráfaga de metralleta.* * *Aquí, en las ruinas de Chatila, ya no queda nada. (...) La elección que hacemos de una comunidad concreta, sin contar la nativa, se opera por la gracia de una adhesión irracional, no es que la justicia no intervenga, pero es que esta justicia y la defensa de toda una comunidad se hace en virtud de una atraccións entimental, incluso sensible, sensual; soy francés, pero francamente, sin racionalismos, defiendo a los palestinos. Tienen el derecho puesto que los amo. ¿Pero los querría si la injusticia no hiciera de ellos un pueblo vagabundo? (...) Si la fachada está intacta, dad la vuelta a la casa, las demás caras del edificio están acribilladas. Si ninguna de las cuatro caras tiene fisuras, la bomba soltada por el avión ha caído en el centro y ha hecho un pozo de lo que era el hueco de la escalera y el ascensor. En Beirut Oeste, tras la llegada de los israelíes, S. me dice: “Había caído la noche y debían de ser las siete. De pronto un gran ruido de chatarra, de chatarra,de chatarra. Todo el mundo, mi hermana, mi cuñado y yo corremos al balcón. Noche muy negra. De vez en cuando destellos a menos de cien metros. Sabes que frente a nuestra casa hay una especie de puesto de mando israelí: cuatro carros, una casa con centinelas ocupada por soldados y oficiales. La noche. El ruido de chatarra que se aproxima. Los destellos: algunas antorchas luminosas. Y 40 ó 50 niños de doce o trece años que golpean cadenciosamente pequeños bidones de hierro, con piedras, con martillos o con otras cosas. Gritaban muy fuerte y acompasados: Lâ ilâh illâ Allah, Lâ Kataib wa lâyahud (‘No hay más Dios que Dios, no a los kataeb, no a los judíos’)”.(...) Israel es culpable de haber introducido en los campamentos dos compañías de kataeb, de haber dado las órdenes, de haberlos animado tres días y tres noches, de haberlos pertrechado, de haberles dado de beber y de comer, de haber iluminado el campamento por la noche”. (...) (...) Dios, decían y dicen todavía los judíos, ha prometido una tierra de miel y de leche a Abraham y a sus descendientes, mientras que este territorio no pertenecía al dios de los judíos (estas tierras estaban llenas de dioses), este territorio estaba poblado por los cananeos, que también tenían sus dioses, y lucharon contra las tropas de Josué hasta robarles el célebre arca de la alianza sin la cual los judíos no hubieran obtenido la victoria. (...) En este sentido, una extrema miseria es adictiva. El hombre que la haya conocido, al mismo tiempo que la amargura habrá conocido una alegría extrema, solitaria, incomunicable. Los campamentos de refugiados de Jordania, adosados a pendientes pedregosas, están desnudos, pero en sus periferias hay desnudeces más desoladas: barracones, tiendas agujereadas habitadas por gente cuyo orgullo es luminoso. Negar que el hombre puede ligarse a miserias visibles y enorgullecerse de ellas y que este orgullo es posible porque la miseria visible tiene por contrapeso una gloria escondida, supone desconocer el alma humana. La soledad de los muertos, en los campamentos de Chatila, era más sensible porque tenían gestos y poses de las que no se habían preocupado. Muertos de cualquier forma. Muertos abandonados. No obstante, en el campamento, a nuestro alrededor, flotaban todos los afectos, las ternuras, los amores en busca de palestinos que ya no responderán.(...) Qué fiestas, qué juergas han tenido lugar allí donde la muerte parecía participar de la bacanal de los soldados ebrios de vino, ebrios de odio, y sin duda ebrios de alborozo por complacer al ejército israelí, que escuchaba, miraba, animaba, reprendía. No he visto al ejército israelí escuchando y mirando. (...) —¿Qué ganaba Israel con la masacre de Chatila? Respuesta: “¿Qué ganaba con entrar en Líbano? Bombardear durante dos meses a la población civil: expulsar y destruir a los palestinos. ¿Qué que quería ganar en Chatila? Destruir a los palestinos”. Mata hombres, mata muertos. Derriba Chatila.(...) ¿Qué hicieron con los autores de la masacre? ¿Dónde están? (...) las callejuelas son tan angostas, tan esqueléticas que dos personas no pueden avanzar a no ser que uno de ellos se ponga de perfil— obstruidas por escombros, bloques, ladrillos, harapos multicolores y sucios, y por la noche, bajo la luz de los cohetes israelíes que alumbraban el campamento, quince o veinte francotiradores, aun bien armados, no hubieran logrado hacer esta carnicería. Los asesinos participaron en gran número y probablemente también escuadras de verdugos que abrían cabezas, tullían muslos, cortaban brazos, manos y dedos, arrastraban, trabados con una cuerda, a gente agonizando, hombres y mujeres que vivían aún porque la sangre ha chorreado abundantemente de sus cuerpos, hasta el punto de que no he podido saber quién, en el pasillo de una casa, había dejado ese riachuelo de sangre seca, desde el fondo del pasillo donde estaba el charco hasta el umbral donde se perdía en el polvo. ¿Era unpalestino? ¿Era una mujer? ¿Un falangista del que habían evacuado el cuerpo?Desde París, sobre todo si se ignora la topografía de los campamentos de refugiados, se puede dudar de todo. (...) Franqueé otro cadáver, luego otro. En este espacio de polvo, entre los dos muertos, había un objeto muy vivo, intacto en esa carnicería, de un rosa translúcido, que todavía podía servir: la pierna artificial, aparentemente de plástico, calzada con un zapato negro y un calcetín gris. Mirando mejor, estaba claro que la habían arrancado brutalmente de la pierna amputada, ya que las correas que habitualmente la sujetaban al muslo estaban todas rotas.El hedor cadavérico no salía de una casa ni de un suplicio: mi cuerpo, mi ser parecía emitirlo. En una estrecha callejuela, en el saliente en forma de espina (...)de una pared, creí ver un boxeador negro sentado en el suelo, sonriente, sorprendido por estar K.O. Nadie había tenido el coraje de cerrarle los párpados, sus ojos desorbitados, de azulejo muy blanco, me miraban. Parecía vencido, el brazo levantado, adosado al ángulo de la pared. Era un palestino muerto desde hacía dos o tres días. Si primero lo confundí con un boxeador negro, fue porque su cabeza era enorme, hinchada y negra, igual que todas las cabezas y todos los cuerpos, tanto a la sombra de las casas como al sol. Pasé junto a sus pies. Recogí del polvo una muela superior y la coloqué en lo que quedaba del alféizar de una ventana. La concavidad de la palma de su mano tendida hacia el cielo, la boca abierta, la abertura de su pantalón donde faltaba el cinturón: cuántas colmenas donde se alimentaban las moscas.(...) Antes de la guerra de Argelia, en Francia, los árabes no eran guapos, su aspecto era pesado, arrastrado, el morro ladeado, pero de repente la victoria los embelleció, pero ya, un poco antes de que fuera cegadora, cuando más de medio millón de soldados franceses se extenuaban y agotaban en los Aurès y en toda Argelia, un curioso fenómeno se hizo perceptible, modificando la cara y el cuerpo de los obreros árabes: algo como la cercanía, el presentimiento de una belleza todavía frágil pero que nos deslumbraría cuando las escamas hubiesen por fin caído de su piel y de nuestros ojos. Había que aceptar la evidencia: se habían liberado políticamente para aparecer como debían ser vistos, muy guapos (...) Es, creo, Hannah Arendt quien distingue las revoluciones según que persigan la libertad o la virtud —es decir, el trabajo. Haría falta tal vez reconocer que las revoluciones y liberaciones se dan (en el fondo) con el fin de encontrar o reencontrar la belleza, es decir, lo impalpable, lo que sólo se puede designar por este término. O más bien no: por belleza entendemos una insolencia reidora a la que desafían la miseria pasada, los sistemas y los hombres responsables de la miseria y de la vergüenza, pero una insolencia reidora que percibe que el estallido, lejos de la vergüenza, era fácil. Esta página debía tratar sobre todo de esto: una revolución lo es cuando ha hecho caer de los rostros y los cuerpos la piel muerta que los reblandecía. No hablo de una belleza académica, sino de la impalpable—inefable— alegría de los cuerpos, de las caras, de los gritos, de las palabras que dejan de ser mortecinas, quiero decir una alegría sensual y tan fuerte que quiere desterrar todo erotismo. (...) Sólo tenía veintidós años, su pensamiento volaba ágil muy por encima de los palestinos de cuarenta años, pero ya se encontraban en él los signos —en él: en su cuerpo, en sus gestos— que lo ataban a los viejos.(...) Las jóvenes palestinas se volvieron muy bellas cuando se rebelaron contra el padre y rompieron las agujas y las tijeras de coser (...) Los fedayines, sin darse cuenta —¿de verdad?— encarnaban una belleza nueva: la viveza de los gestos y el cansancio visible, la velocidad del ojo y su brillo, el timbre de la voz más clara se aliaban a la prontitud de la réplica y a su brevedad. Y a su precisión también. Las frases largas, la retórica sabia y voluble, las habían desechado. En Chatila, muchos han muerto, y mi afecto y amistad por sus cadáveres pudriéndose era grande también porque los conocía. Ennegrecidos, inflados, podridos por el sol y la muerte, seguían siendo fedayines. Hacia las dos de la tarde, domingo, tres soldados del ejército libanés, apuntándome con el fusil, me condujeron a un jeep donde dormitaba un oficial. Le pregunté:—¿Habla francés?—Inglés. La voz era seca, tal vez porque acababa de despertarlo con un sobresalto. Miró mi pasaporte. Dijo en francés:—¿Viene de allá? (su dedo apuntaba a Chatila).—Sí.—¿Ha visto?—Sí.—¿Va a escribirlo?—Sí. Me devolvió el pasaporte. Me hizo una señal para que me fuese. Los tres fusiles se bajaron. Había pasado cuatro horas en Chatila. En mi memoria quedaban alrededor de cuarenta cadáveres. Todos —digo todos— habían sido torturados, probablemente bajo la embriaguez, entre cantos, risas, el olor de la pólvora y de la carroña. Sin duda estaba solo, quiero decir que era el único europeo (con algunas ancianas palestinas aferradas todavía a un pañuelo blanco desgarrado; con algunos jóvenes fedayines desarmados) pero, si estas cuatro o cinco personas no hubieran estado allí al descubrir yo esta ciudad abatida, los palestinos horizontales, negros e hinchados, me hubieran vuelto loco. ¿Dónde estaba? Esta ciudad hecha migas y derribada que he visto o creído ver, recorrida, zarandeada y arrasada por el olor de la muerte, todo eso, ¿había tenido lugar? No es por mis inclinaciones por lo que he vivido la época jordana como un cuento de hadas. Los europeos y los árabes norteafricanos me hablaron del sortilegio que sintieron allí. Viviendo esta larga presión de seis meses, apenas teñida de noche durante doce o trece horas, conocí la ligereza del acontecimiento, la excepcional calidad de los fedayines, pero presentía la fragilidad del edificio. En todos los sitios de Jordania donde el ejército palestino se reagrupó—cerca del Jordán— hubo puestos de control donde los fedayines estaban tan seguros de sus derechos y de su poder que la llegada de un visitante, de día como de noche, a uno de los puestos, era ocasión para preparar té, para hablar entre estallidos de risa y dar besos fraternales (aquel que abrazaban se iba esa noche, cruzaba el Jordán para poner bombas en Palestina, y frecuentemente no regresaba). Los únicos islotes de silencio eran los pueblos jordanos: los sorteaban. Todos los fedayines parecían ligeramente elevados del suelo como por un vaso de vino o la calada de un poco de hachís. ¿Qué era? La juventud despreocupada de la muerte y que poseía, para disparar al aire, armas checas y chinas. Protegidos por armas que alcanzaban tan alto, los fedayines no temían nada.

13.1.07

Los árboles. (Franz Kafka)

Porque somos como troncos de árboles en la nieve; en apariencia, están puestos lisos sobre ella, y con un pequeño empujón uno debería hacerlos correr. No; no es posible, porque están fuertemente unidos al suelo. Pero mira... esto es, inclusive, sólo aparente.

Relatos Completos I, Ed. Losada. 1979.

Deseo de convertirse en indio. (Franz Kafka)

¡Si uno fuese, sin embargo, un indio, dispuesto al momento y sobre el caballo lanzado a la carrera, de través por el aire, que vuelve siempre a retemblar a golpes cortos sobre el suelo trepidante, hasta que uno se deshace de las espuelas porque no hay espuelas, hasta que uno arroja las riendas porque no hay riendas, y apenas ve ante sí el campo, como una pradera segada al ras, ya sin cuello de caballo y sin cabeza de caballo!

Relatos Completos I, Ed. Losada. 1979.

La ventana a la calle (Franz Kafka)

Quien vive en aislamiento, y querría, no obstante, de vez en cuando integrarse; quien en razón de los cambios de las horas del día, del clima, de las relaciones profesionales, o de cosas por el estilo, querría sin más ni más ver un brazo cualquiera al que poder agarrarse, no va a poder aguantar mucho tiempo sin una ventana a la calle. Y lo que sucede con él es que no busca absolutamente nada, y, como hombre cansado que es, pasea su mirada, apoyado contra el antepecho de su ventana, entre la gente y el cielo; y no quiere nada, y tiene la cabeza un poco echada atrás; así y todo, los caballos abajo lo arrastran consigo en su séquito de coches y ruido, y así, finalmente, en la comunidad de los hombres.

Relatos completos I, Ed. Losada.1979.

El extraño (H.P.Lovecraft)

(Texto enviado y recomendado por la señorita Natalia Torres, ¡gracias!)

Infeliz es aquel a quien sus recuerdos infantiles sólo traen miedo y tristeza. Desgraciado aquel que vuelve la mirada hacia horas solitarias en bastos y lúgubres recintos de cortinados marrones y alucinantes hileras de antiguos volúmenes, o hacia pavorosas vigilias a la sombra de árboles descomunales y grotescos, cargados de enredaderas, que agitan silenciosamente en las alturas sus ramas retorcidas. Tal es lo que los dioses me destinaron... a mí, el aturdido, el frustrado, el estéril, el arruinado; sin embargo, me siento extrañamente satisfecho y me aferro con desesperación a esos recuerdos marchitos cada vez que mi mente amenaza con ir más allá, hacia el otro.

No sé dónde nací, salvo que el castillo era infinitamente horrible, lleno de pasadizos oscuros y con altos cielos rasos donde la mirada sólo hallaba telarañas y sombras. Las piedras de los agrietados corredores estaban siempre odiosamente húmedas y por doquier se percibía un olor maldito, como de pilas de cadáveres de generaciones muertas. Jamás había luz, por lo que solía encender velas y quedarme mirándolas fijamente en busca de alivio; tampoco afuera brillaba el sol, ya que esas terribles arboledas se elevaban por encima de la torre más alta. Una sola, una torre negra, sobrepasaba el ramaje y salía al cielo abierto y desconocido, pero estaba casi en ruinas y sólo se podía ascender a ella por un escarpado muro poco menos que imposible de escalar.

Debo haber vivido años en ese lugar, pero no puedo medir el tiempo. Seres vivos debieron haber atendido a mis necesidades; sin embargo, no puedo rememorar a persona alguna excepto yo mismo, ni ninguna cosa viviente salvo ratas, murciélagos y arañas, silenciosos todos. Supongo que, quienquiera que me haya cuidado, debió haber sido asombrosamente viejo, puesto que mi primera representación mental de una persona viva fue la de algo semejante a mí, pero retorcido, marchito y deteriorado como el castillo. Para mí no tenían nada de grotescos los huesos y los esqueletos esparcidos por las criptas de piedra cavadas en las profundidades de los cimientos. En mi fantasía asociaba estas cosas con los hechos cotidianos y los hallaba más reales que las figuras en colores de seres vivos que veía en muchos libros mohosos. En esos libros aprendí todo lo que sé. Maestro alguno me urgió o me guió, y no recuerdo haber escuchado en todos esos años voces humanas..., ni siquiera la mía; ya que, si bien había leído acerca de la palabra hablada nunca se me ocurrió hablar en voz alta. Mi aspecto era asimismo una cuestión ajena a mi mente, ya que no había espejos en el castillo y me limitaba, por instinto, a verme como un semejante de las figuras juveniles que veía dibujadas o pintadas en los libros. Tenía conciencia de la juventud a causa de lo poco que recordaba.

Afuera, tendido en el pútrido foso, bajo los árboles tenebrosos y mudos, solía pasarme horas enteras soñando lo que había leído en los libros; añoraba verme entre gentes alegres, en el mundo soleado allende de la floresta interminable. Una vez traté de escapar del bosque, pero a medida que me alejaba del castillo las sombras se hacían más densas y el aire más impregnado de crecientes temores, de modo que eché a correr frenéticamente por el camino andado, no fuera a extraviarme en un laberinto de lúgubre silencio.

Y así, a través de crepúsculos sin fin, soñaba y esperaba, aún cuando no supiera qué. Hasta que en mi negra soledad, el deseo de luz se hizo tan frenético que ya no pude permanecer inactivo y mis manos suplicantes se elevaron hacia esa única torre en ruinas que por encima de la arboleda se hundía en el cielo exterior e ignoto. Y por fin resolví escalar la torre, aunque me cayera; ya que mejor era vislumbrar un instante el cielo y perecer, que vivir sin haber contemplado jamás el día.

A la húmeda luz crepuscular subí los vetustos peldaños de piedra hasta llegar al nivel donde se interrumpían, y de allí en adelante, trepando por pequeñas entrantes donde apenas cabía un pie, seguí mi peligrosa ascensión. Horrendo y pavoroso era aquel cilindro rocoso, inerte y sin peldaños; negro, ruinoso y solitario, siniestro con su mudo aleteo de espantados murciélagos. Pero más horrenda aún era la lentitud de mi avance, ya que por más que trepase, las tinieblas que me envolvían no se disipaban y un frío nuevo, como de moho venerable y embrujado, me invadió. Tiritando de frío me preguntaba por qué no llegaba a la claridad, y, de haberme atrevido, habría mirado hacia abajo. Se me antojó que la noche había caído de pronto sobre mí y en vano tanteé con la mano libre en busca del antepecho de alguna ventana por la cual espiar hacia afuera y arriba y calcular a qué altura me encontraba.

De pronto, al cabo de una interminable y espantosa ascensión a ciegas por aquel precipicio cóncavo y desesperado, sentí que la cabeza tocaba algo sólido; supe entonces que debía haber ganado la terraza o, cuando menos, alguna clase de piso. Alcé la mano libre y, en la oscuridad, palpé un obstáculo, descubriendo que era de piedra e inamovible. Luego vino un mortal rodeo a la torre, aferrándome de cualquier soporte que su viscosa pared pudiera ofrecer; hasta que finalmente mi mano, tanteando siempre, halló un punto donde la valla cedía y reanudé la marcha hacia arriba, empujando la losa o puerta con la cabeza, ya que utilizaba ambas manos en mi cauteloso avance. Arriba no apareció luz alguna y, a medida que mis manos iban más y más alto, supe que por el momento mi ascensión había terminado, ya que la puerta daba a una abertura que conducía a una superficie plana de piedra, de mayor circunferencia que la torre inferior, sin duda el piso de alguna elevada y espaciosa cámara de observación. Me deslicé sigilosamente por el recinto tratando que la pesada losa no volviera a su lugar, pero fracasé en mi intento. Mientras yacía exhausto sobre el piso de piedra, oí el alucinante eco de su caída, pero con todo tuve la esperanza de volver a levantarla cuando fuese necesario.

Creyéndome ya a una altura prodigiosa, muy por encima de las odiadas ramas del bosque, me incorporé fatigosamente y tanteé la pared en busca de alguna ventana que me permitiese mirar por vez primera el cielo y esa luna y esas estrellas sobre las que había leído. Pero ambas manos me decepcionaron, ya que todo cuanto hallé fueron amplias estanterías de mármol cubiertas de aborrecibles cajas oblongas de inquietante dimensión. Más reflexionaba y más me preguntaba qué extraños secretos podía albergar aquel alto recinto construido a tan inmensa distancia del castillo subyacente. De pronto mis manos tropezaron inesperadamente con el marco de una puerta, del cual colgaba una plancha de piedra de superficie rugosa a causa de las extrañas incisiones que la cubrían. La puerta estaba cerrada, pero haciendo un supremo esfuerzo superé todos los obstáculos y la abrí hacia adentro. Hecho esto, me invadió el éxtasis más puro jamás conocido; a través de una ornamentada verja de hierro, y en el extremo de una corta escalinata de piedra que ascendía desde la puerta recién descubierta, brillando plácidamente en todo su esplendor estaba la luna llena, a la que nunca había visto antes, salvo en sueños y en vagas visiones que no me atrevía a llamar recuerdos.

Seguro ahora de que había alcanzado la cima del castillo, subí rápidamente los pocos peldaños que me separaban de la verja; pero en eso una nube tapó la luna haciéndome tropezar, y en la oscuridad tuve que avanzar con mayor lentitud. Estaba todavía muy oscuro cuando llegué a la verja, que hallé abierta tras un cuidadoso examen pero que no quise trasponer por temor a precipitarme desde la increíble altura que había alcanzado. Luego volvió a salir la luna.

De todos los impactos imaginables, ninguno tan demoníaco como el de lo insondable y grotescamente inconcebible. Nada de lo soportado antes podía compararse al terror de lo que ahora estaba viendo; de las extraordinarias maravillas que el espectáculo implicaba. El panorama en sí era tan simple como asombroso, ya que consistía meramente en esto: en lugar de una impresionante perspectiva de copas de árboles vistas desde una altura imponente, se extendía a mi alrededor, al mismo nivel de la verja, nada menos que la tierra firme, separada en compartimentos diversos por medio de lajas de mármol y columnas, y sombreada por una antigua iglesia de piedra cuyo devastado capitel brillaba fantasmagóricamente a la luz de la luna.

Medio inconsciente, abrí la verja y avancé bamboleándome por la senda de grava blanca que se extendía en dos direcciones. Por aturdida y caótica que estuviera mi mente, persistía en ella ese frenético anhelo de luz; ni siquiera el pasmoso descubrimiento de momentos antes podía detenerme. No sabía, ni me importaba, si mi experiencia era locura, enajenación o magia, pero estaba resuelto a ir en pos de luminosidad y alegría a toda costa. No sabía quién o qué era yo, ni cuáles podían ser mi ámbito y mis circunstancias; sin embargo, a medida que proseguía mi tambaleante marcha, se insinuaba en mí una especie de tímido recuerdo latente que hacía mi avance no del todo fortuito, sin rumbo fijo por campo abierto; unas veces sin perder de vista el camino, otras abandonándolo para internarme, lleno de curiosidad, por praderas en las que sólo alguna ruina ocasional revelaba la presencia, en tiempos remotos, de una senda olvidada. En un momento dado tuve que cruzar a nado un rápido río cuyos restos de mampostería agrietada y mohosa hablaban de un puente mucho tiempo atrás desaparecido.

Habían transcurrido más de dos horas cuando llegué a lo que aparentemente era mi meta: un venerable castillo cubierto de hiedras, enclavado en un gran parque de espesa arboleda, de alucinante familiaridad para mí, y sin embargo lleno de intrigantes novedades. Vi que el foso había sido rellenado y que varias de las torres que yo bien conocía estaban demolidas, al mismo tiempo que se erguían nuevas alas que confundían al espectador. Pero lo que observé con el máximo interés y deleite fueron las ventanas abiertas, inundadas de esplendorosa claridad y que enviaban al exterior ecos de la más alegre de las francachelas. Adelantándome hacia una de ellas, miré al interior y vi un grupo de personas extrañamente vestidas, que departían entre sí con gran jarana. Como jamás había oído la voz humana, apenas sí podía adivinar vagamente lo que decían. Algunas caras tenían expresiones que despertaban en mí remotísimos recuerdos; otras me eran absolutamente ajenas.

Salté por la ventana y me introduje en la habitación, brillantemente iluminada, a la vez que mi mente saltaba del único instante de esperanza al más negro de los desalientos. La pesadilla no tardó en venir, ya que, no bien entré, se produjo una de las más aterradoras reacciones que hubiera podido concebir. No había terminado de cruzar el umbral cuando cundió entre todos los presentes un inesperado y súbito pavor, de horrible intensidad, que distorsionaba los rostros y arrancaba de todas las gargantas los chillidos más espantosos. El desbande fue general, y en medio del griterío y del pánico varios sufrieron desmayos, siendo arrastrados por los que huían enloquecidos. Muchos se taparon los ojos con las manos y corrían a ciegas llevándose todo por delante, derribando los muebles y dándose contra las paredes en su desesperado intento de ganar alguna de las numerosas puertas.

Solo y aturdido en el brillante recinto, escuchando los ecos cada vez más apagados de aquellos espeluznantes gritos, comencé a temblar pensando qué podía ser aquello que me acechaba sin que yo lo viera. A primera vista el lugar parecía vacío, pero cuando me dirigí a una de las alcobas creí detectar una presencia... un amago de movimiento del otro lado del arco dorado que conducía a otra habitación, similar a la primera. A medida que me aproximaba a la arcada comencé a percibir la presencia con más nitidez; y luego, con el primero y último sonido que jamás emití -un aullido horrendo que me repugnó casi tanto como su morbosa causa-, contemplé en toda su horrible intensidad el inconcebible, indescriptible, inenarrable monstruo que, por obra de su mera aparición, había convertido una alegre reunión en una horda de delirantes fugitivos.

No puedo siquiera decir aproximadamente a qué se parecía, pues era un compuesto de todo lo que es impuro, pavoroso, indeseado, anormal y detestable. Era una fantasmagórica sombra de podredumbre, decrepitud y desolación; la pútrida y viscosa imagen de lo dañino; la atroz desnudez de algo que la tierra misericordiosa debería ocultar por siempre jamás. Dios sabe que no era de este mundo -o al menos había dejado de serlo-, y, sin embargo, con enorme horror de mi parte, pude ver en sus rasgos carcomidos, con huesos que se entreveían, una repulsiva y lejana reminiscencia de formas humanas; y en sus enmohecidas y destrozadas ropas, una indecible cualidad que me estremecía más aún.

Estaba casi paralizado, pero no tanto como para no hacer un débil esfuerzo hacia la salvación: un tropezón hacia atrás que no pudo romper el hechizo en que me tenía apresado el monstruo sin voz y sin nombre. Mis ojos, embrujados por aquellos asqueantes ojos vítreos que los miraba fijamente, se negaban a cerrarse, si bien el terrible objeto, tras el primer impacto, se veía ahora más confuso. Traté de levantar la mano y disipar la visión, pero estaba tan anonadado que el brazo no respondió por entero a mi voluntad. Sin embargo, el intento fue suficiente como para alterar mi equilibrio y, bamboleándome, di unos pasos hacia adelante para no caer. Al hacerlo adquirí de pronto la angustiosa noción de la proximidad de la cosa, cuya inmunda respiración tenía casi la impresión de oír. Poco menos que enloquecido, pude no obstante adelantar una mano para detener a la fétida imagen, que se acercaba más y más, cuando de pronto mis dedos tocaron la extremidad putrefacta que el monstruo extendía por debajo del arco dorado.
No chillé, pero todos los satánicos vampiros que cabalgan en el viento de la noche lo hicieron por mí, a la vez que dejaron caer en mi mente una avalancha de anonadantes recuerdos.

Supe en ese mismo instante todo lo ocurrido; recordé hasta más allá del terrorífico castillo y sus árboles; reconocí el edificio en el cual me hallaba; reconocí, lo más terrible, la impía abominación que se erguía ante mí, mirándome de soslayo mientras apartaba de los suyos mis dedos manchados.

Pero en el cosmos existe el bálsamo además de la amargura, y ese bálsamo es el olvido. En el supremo horror de ese instante olvidé lo que me había espantado y el estallido del recuerdo se desvaneció en un caos de reiteradas imágenes. Como entre sueños, salí de aquel edificio fantasmal y execrado y eché a correr rauda y silenciosamente a la luz de la luna. Cuando retorné al mausoleo de mármol y descendí los peldaños, encontré que no podía mover la trampa de piedra; pero no lo lamenté, ya que había llegado a odiar el viejo castillo y sus árboles. Ahora cabalgo junto a los fantasmas, burlones y cordiales, al viento de la noche, y durante el día juego entre las catacumbas de Nefre-Ka, en el recóndito y desconocido valle de Hadoth, a orillas del Nilo. Sé que la luz no es para mí, salvo la luz de la luna sobre las tumbas de roca de Neb, como tampoco es para mí la alegría, salvo las innominadas fiestas de Nitokris bajo la Gran Pirámide; y, sin embargo, en mi nueva y salvaje libertad agradezco casi la amargura de la alienación.

Pues aunque el olvido me ha dado la calma, no por eso ignoro que soy un extranjero; un extraño a este siglo y a todos los que aún son hombres. Esto es lo que supe desde que extendí mis dedos hacia esa cosa abominable surgida en aquel gran marco dorado; desde que extendí mis dedos y toqué la fría e inexorable superficie del pulido espejo.

FIN

12.1.07

Estudio de las relaciones de El Proceso y Crimen y Castigo

En 2002 fue publicado el libro Crimen y castigo de Franz Kafka, anatomía de El proceso escrito por Guillermo Sánchez Trujillo, catedrático de la Universidad Autónoma Latinoamericana, Medellín, Colombia, y en el que revelaba los resultados de una investigación de veinte años a la obra de Kafka y con la cual descubrió y demostró, por un método original y propio, que Kafka, había utilizado, a manera de palimpsesto, para escribir El proceso y otros de sus relatos, la novela del escritor ruso Fiódor Mijáilovich Dostoievski, Crimen y castigo y otras de sus obras narrativas.
Buscando encontrar "de dónde sacaba Kafka sus historias", Guillermo Sánchez Trujillo descubrió que el escritor checo había utilizado los capítulos 3º, 2º y 1º, de la segunda parte de Crimen y castigo, en ese orden, como texto fuente para escribir y organizar su novela El proceso, lo cual comprobó mediante una comparación rigurosa y ardua de texto a texto, hasta establecer la coincidencia exacta de las reescrituras realizadas por Kafka y el orden en que lo hacía y, así mismo, descubrir que ese orden establecía la secuencia que debían tener los capítulos de la novela.
El orden de los capítulos de la novela había sido un misterio desde su publicación original, pues el amigo de Kafka y editor de esa publicación, Max Brod, los había organizado de manera arbitraria e intuitiva a partir de los originales legados por el escritor, los cuales se encontraban depositados en tres sobres en un críptico sistema que sólo su autor podía descifrar y que Brod interpretó a su manera.
El nuevo orden descubierto en la investigación restablece la lógica de la lectura, rescata y encaja en el lugar propio los capítulos que, Brod y los editores, habían desplazado y agrupado en el apéndice como textos problemáticos. Pero, más sorprendente, descubre que el texto titulado Un sueño, publicado como un cuento independiente en la obra narrativa de Kafka, era un capítulo esencial de El proceso y debía ser reintegrado para preservar la unidad y lógica de la novela, así como su total misterio y belleza original.
Una edición critica de la novela con este nuevo orden fue publicada en 2005 por UNAULA, Universidad Autónoma Latinoamericana, Medellín, Colombia, acompañada de una amplia introducción en la que se detallan los aspectos más importantes de la investigación y sus resultados, así como notas que explican y muestran el proceso creativo de Kafka y la utilización de los materiales tomados de las obras de Dostoievski.
La investigación también afirma los elementos autobiográficos que Kafka introdujo en su novela, así como la identidad de las personas reales y las situaciones históricas en los que se inspiró para crear algunos de los personajes y situaciones noveladas.
Igualmente, el investigador verificó la utilización de otros apartes de los restantes capítulos de la novela de Dostoievski. Todo ello ampliamente demostrado y documentado en el libro en el que expone su investigación y en la introducción y notas de la edición crítica de El proceso.
El orden de lectura de El proceso, según el resultado de la investigación de Guillermo Sánchez Trujillo, y que modifica sustancialmente el establecido por Max Brod y los editores posteriores, debe ser el siguiente:

1) La detención
2) Conversación con la señora Grubach - Después con la señorita Bürstner
3) La amiga de la señorita Bürstner
4) Primera investigación
5) En la sala de vistas vacía - El estudiante - Las oficinas
6) El flagelador
7) A casa de Elsa
8) Fiscal
9) El tío de K. - Leni
10) Abogado - Fabricante - Pintor
11) En la catedral
12) Comerciante Block - Despido del abogado
13) Pelea con el subdirector
14) La casa
15) Un sueño
16) Viaje a casa de la madre
Fin.

Zama (Antonio Di Benedetto) Capítulo 4 (Fragmento)

-Yo era un tenaz fumador. Una noche quedé dormido con un tabaco en la boca. Desperté con miedo de despertar. Parece que lo sabía: me había nacido un ala de murciélago. Con repugnancia, en la oscuridad busqué mi cuchillo mayor. Me la corté. Caída, a la luz del día, era una mujer morena y yo decía que la amaba. Me llevaron a prisión.
No habló más.
Compartimos su silencio.
Con los ojos indiqué al guardián que podía conducirlo de regreso.

9.1.07

Leer y escribir (Así hablaba Zaratustra - Friedrich Nietzsche) Fragmento.

"De todo lo escrito no me gusta más que lo que uno escribe con su sangre. Escribe con sangre, y aprenderás que la sangre es espíritu.
No es fácil comprender sangre extraña: yo aborrezco a todos los ociosos que leen.
El que conoce al lector no hace ya nada por el lector. Un siglo más de lectores, y el espíritu mismo olerá mal.
Que todo el mundo tenga el derecho de aprender a leer es cosa que estropea a la larga, no sólo la letra, sino el pensamiento.
En otro tiempo el espíritu era Dios; luego se hizo hombre; ahora es populacho."

P.D.: Habla por mí...