15.1.07

Cuatro horas en Chatila (Jean Genet-Fragmentos)

(...) creemos que no lo tocaremos nunca. Eso si lo contemplamos.Pero si hacemos un gesto en su dirección, nos agachamos junto a él, le movemos un brazo, un dedo, de repente se vuelve presente e incluso amigo. El amor y la muerte. Estos dos términos se asocian muy rápidamente cuando se escribe sobre uno de ellos. Me ha hecho falta ir a Chatila para captar la obscenidad del amor y la obscenidad de la muerte. Los cuerpos, en ambos casos, no tienen nada que esconder: posturas, contorsiones, gestos, expresiones, incluso los silencios pertenecen a uno y otro mundo. El cuerpo de un hombre de treinta a treinta y cinco años estaba tumbado boca abajo. Como si todo el cuerpo no fuese más que una vejiga conforma humana, se había hinchado bajo el sol y por la química de la descomposición hasta inflar el pantalón, que amenazaba con estallar en las nalgas y en los muslos. La única parte de su rostro que pude ver era violeta y negra. Un poco más arriba de la rodilla, bajo la tela desgarrada, el muslo mostraba un tajo. Origen del tajo: ¿una bayoneta, un cuchillo, un puñal? Unas moscas en la herida y otras alrededor. La cabeza, más grande que una sandía —una sandía negra. Pregunté su nombre, era musulmán.(...) Estaba tumbada de espaldas, depositada o dejada sobre sillares, ladrillos, barras de hierro torcidas, sin confort. Antes de nada me sorprendí por una extraña trenza de cuerda y tela que iba de una muñeca a la otra, manteniendo así los dos brazos abiertos en horizontal, crucificados. La cara negra e hinchada, levantada hacia el cielo, mostraba una boca abierta, negra de moscas, con dientes que me resultaron muy blancos, una cara que parecía, sin que un músculo se moviese, o bien hacer muecas o bien sonreír o proferir un alarido silencioso e ininterrumpido. Sus medias eran de lana negra; el vestido de flores rosas y grises, ligeramente remangado o demasiado corto, no lo sé, dejaba ver lo alto de las pantorrillas negras e hinchadas, siempre con delicados tintes semejantes al malva y al violeta de las mejillas. ¿Eran hematomas o el efecto natural de la putrefacción al sol? (...) (...) La habitación contenía, amontonados en una sola cama, cuatro cadáveres de hombres, apilados, como si cada uno se hubiese preocupado de proteger al que tenía debajo o como si hubiesen sido poseídos por un celo erótico en descomposición. Esta pila de cuerpos olía fuerte, pero no mal. El olor y las moscas parecían habituarse amí. Yo no molestaba ya a nadie en estas ruinas imperturbables. (...) tuve un ataque de ligera locura que a poco me hace sonreír. Me dije que nunca habría suficientes planchas y tablas para los ataúdes. Pero, ¿para qué ataúdes? Los muertos y muertas eran todos musulmanes que se envuelvenen sudarios. ¿Cuántos metros de tela harán falta para amortajar a tantos muertos? ¿Cuántas oraciones? Lo que faltaba en este lugar, me di cuenta, era la salmodia de las oraciones. (...) Un viejo pasó corriendo.—¿Adónde vas? —A buscar ayuda. Soy el enterrador. Han bombardeado el cementerio. Todos los huesos de los muertos están al descubierto. Hay que ayudarme a recoger los huesos. (...) Desde hacía tres meses las manos tenían una doble función: por el día, coger y tocar, por la noche, ver. (...) (...) “Estamos unidos a Israel por numerosas vías: nos traen bombas, carros, soldados, frutas y legumbres, y se llevan a Palestina a nuestros soldados, a nuestros hijos... en un continuo vaivén que no cesa, como dicen ellos, estamos unidos desde Abraham, en su descendencia, en su lengua, en un mismo origen...”(un fedayín palestino). “En fin —añade— nos invaden, nos ceban, nos asfixian y querrían besarnos.Dicen ser nuestros primos y estar entristecidos al verque nos apartamos de ellos. Deben estar furiosos con nosotros y con ellos mismos”.* * *La afirmación de una belleza propia de los revolucionarios plantea muchas dificultades. Sabemos (supongamos) que los niños o adolescentes que viven en medios antiguos y severos, tienen una belleza de rostro, de cuerpo, de movimientos, de mirada, muy próxima a la de los fedayines. La explicación tal vez sea ésta: al quebrar el antiguo orden, una nueva libertad aparece a través de la piel de los muertos, ya los padres y abuelos les costará apagar el estallido de los ojos, el voltaje en las sienes, la alegría de la sangre en las venas. (...) (...) Otras mujeres, más mayores que ésta, se reían detener por hogar tres piedras ennegrecidas que llamaban: “nuestra casa”. (...) Estas mujeres viejas no eran parte ni de la revolución, ni de la resistencia palestina: eran la alegría que ya no espera más. El sol sobre ellas, continuaba su trayecto. Un brazo o un dedo extendido proponía una sombra cada vez más fina. Pero ¿qué suelo? Jordano, por efecto de una ficción administrativa y política decidida por Francia, Gran Bretaña, Turquía, EEUU...“La alegría que ya no espera más”, la más jovial puesto que es la más desesperada. (...) ¿Era firme la tierra bajo los pies desnudos de estas octogenarias actrices trágicas sublimemente elegantes? Cada vez lo era menos. Cuando escaparon de Hebrón bajo las amenazas israelíes, la tierra aquí parecía sólida, cada uno se aligeraba y se movía sensualmente al son de la lengua árabe. Pasado el tiempo, esta tierra experimentó lo siguiente: los palestinos eran cada vez menos soportables, a la vez que estos mismos palestinos, estos campesinos, descubrían la movilidad, la marcha, la carrera, el juego de las ideas redistribuidas casi a diario como naipes, las armas, montadas, desmontadas, utilizadas. Cada mujer, a su vez, toma la palabra. Ríen. Recojo la frase de una de ellas:—¡Héroes! Vaya broma. He parido y azotado a cinco o seis que están en el yebel. Les he limpiado el culo mil veces. Sé lo que valen y puedo parir a más. En el cielo siempre azul el sol continúa su trayecto, pero todavía hace calor. Estas actrices trágicas, a la vez recuerdan e imaginan. Con el fin de ser más expresivas, apuntan con el índice el final de cada período y acentúan las consonantes enfáticas. Si un soldado jordano pasase, estaría orgulloso: en el ritmo de las frases encontraría el ritmo de las danzas beduinas. Sin frases, un soldado israelí, si viese a estas diosas, les dispararía sobre el cráneo una ráfaga de metralleta.* * *Aquí, en las ruinas de Chatila, ya no queda nada. (...) La elección que hacemos de una comunidad concreta, sin contar la nativa, se opera por la gracia de una adhesión irracional, no es que la justicia no intervenga, pero es que esta justicia y la defensa de toda una comunidad se hace en virtud de una atraccións entimental, incluso sensible, sensual; soy francés, pero francamente, sin racionalismos, defiendo a los palestinos. Tienen el derecho puesto que los amo. ¿Pero los querría si la injusticia no hiciera de ellos un pueblo vagabundo? (...) Si la fachada está intacta, dad la vuelta a la casa, las demás caras del edificio están acribilladas. Si ninguna de las cuatro caras tiene fisuras, la bomba soltada por el avión ha caído en el centro y ha hecho un pozo de lo que era el hueco de la escalera y el ascensor. En Beirut Oeste, tras la llegada de los israelíes, S. me dice: “Había caído la noche y debían de ser las siete. De pronto un gran ruido de chatarra, de chatarra,de chatarra. Todo el mundo, mi hermana, mi cuñado y yo corremos al balcón. Noche muy negra. De vez en cuando destellos a menos de cien metros. Sabes que frente a nuestra casa hay una especie de puesto de mando israelí: cuatro carros, una casa con centinelas ocupada por soldados y oficiales. La noche. El ruido de chatarra que se aproxima. Los destellos: algunas antorchas luminosas. Y 40 ó 50 niños de doce o trece años que golpean cadenciosamente pequeños bidones de hierro, con piedras, con martillos o con otras cosas. Gritaban muy fuerte y acompasados: Lâ ilâh illâ Allah, Lâ Kataib wa lâyahud (‘No hay más Dios que Dios, no a los kataeb, no a los judíos’)”.(...) Israel es culpable de haber introducido en los campamentos dos compañías de kataeb, de haber dado las órdenes, de haberlos animado tres días y tres noches, de haberlos pertrechado, de haberles dado de beber y de comer, de haber iluminado el campamento por la noche”. (...) (...) Dios, decían y dicen todavía los judíos, ha prometido una tierra de miel y de leche a Abraham y a sus descendientes, mientras que este territorio no pertenecía al dios de los judíos (estas tierras estaban llenas de dioses), este territorio estaba poblado por los cananeos, que también tenían sus dioses, y lucharon contra las tropas de Josué hasta robarles el célebre arca de la alianza sin la cual los judíos no hubieran obtenido la victoria. (...) En este sentido, una extrema miseria es adictiva. El hombre que la haya conocido, al mismo tiempo que la amargura habrá conocido una alegría extrema, solitaria, incomunicable. Los campamentos de refugiados de Jordania, adosados a pendientes pedregosas, están desnudos, pero en sus periferias hay desnudeces más desoladas: barracones, tiendas agujereadas habitadas por gente cuyo orgullo es luminoso. Negar que el hombre puede ligarse a miserias visibles y enorgullecerse de ellas y que este orgullo es posible porque la miseria visible tiene por contrapeso una gloria escondida, supone desconocer el alma humana. La soledad de los muertos, en los campamentos de Chatila, era más sensible porque tenían gestos y poses de las que no se habían preocupado. Muertos de cualquier forma. Muertos abandonados. No obstante, en el campamento, a nuestro alrededor, flotaban todos los afectos, las ternuras, los amores en busca de palestinos que ya no responderán.(...) Qué fiestas, qué juergas han tenido lugar allí donde la muerte parecía participar de la bacanal de los soldados ebrios de vino, ebrios de odio, y sin duda ebrios de alborozo por complacer al ejército israelí, que escuchaba, miraba, animaba, reprendía. No he visto al ejército israelí escuchando y mirando. (...) —¿Qué ganaba Israel con la masacre de Chatila? Respuesta: “¿Qué ganaba con entrar en Líbano? Bombardear durante dos meses a la población civil: expulsar y destruir a los palestinos. ¿Qué que quería ganar en Chatila? Destruir a los palestinos”. Mata hombres, mata muertos. Derriba Chatila.(...) ¿Qué hicieron con los autores de la masacre? ¿Dónde están? (...) las callejuelas son tan angostas, tan esqueléticas que dos personas no pueden avanzar a no ser que uno de ellos se ponga de perfil— obstruidas por escombros, bloques, ladrillos, harapos multicolores y sucios, y por la noche, bajo la luz de los cohetes israelíes que alumbraban el campamento, quince o veinte francotiradores, aun bien armados, no hubieran logrado hacer esta carnicería. Los asesinos participaron en gran número y probablemente también escuadras de verdugos que abrían cabezas, tullían muslos, cortaban brazos, manos y dedos, arrastraban, trabados con una cuerda, a gente agonizando, hombres y mujeres que vivían aún porque la sangre ha chorreado abundantemente de sus cuerpos, hasta el punto de que no he podido saber quién, en el pasillo de una casa, había dejado ese riachuelo de sangre seca, desde el fondo del pasillo donde estaba el charco hasta el umbral donde se perdía en el polvo. ¿Era unpalestino? ¿Era una mujer? ¿Un falangista del que habían evacuado el cuerpo?Desde París, sobre todo si se ignora la topografía de los campamentos de refugiados, se puede dudar de todo. (...) Franqueé otro cadáver, luego otro. En este espacio de polvo, entre los dos muertos, había un objeto muy vivo, intacto en esa carnicería, de un rosa translúcido, que todavía podía servir: la pierna artificial, aparentemente de plástico, calzada con un zapato negro y un calcetín gris. Mirando mejor, estaba claro que la habían arrancado brutalmente de la pierna amputada, ya que las correas que habitualmente la sujetaban al muslo estaban todas rotas.El hedor cadavérico no salía de una casa ni de un suplicio: mi cuerpo, mi ser parecía emitirlo. En una estrecha callejuela, en el saliente en forma de espina (...)de una pared, creí ver un boxeador negro sentado en el suelo, sonriente, sorprendido por estar K.O. Nadie había tenido el coraje de cerrarle los párpados, sus ojos desorbitados, de azulejo muy blanco, me miraban. Parecía vencido, el brazo levantado, adosado al ángulo de la pared. Era un palestino muerto desde hacía dos o tres días. Si primero lo confundí con un boxeador negro, fue porque su cabeza era enorme, hinchada y negra, igual que todas las cabezas y todos los cuerpos, tanto a la sombra de las casas como al sol. Pasé junto a sus pies. Recogí del polvo una muela superior y la coloqué en lo que quedaba del alféizar de una ventana. La concavidad de la palma de su mano tendida hacia el cielo, la boca abierta, la abertura de su pantalón donde faltaba el cinturón: cuántas colmenas donde se alimentaban las moscas.(...) Antes de la guerra de Argelia, en Francia, los árabes no eran guapos, su aspecto era pesado, arrastrado, el morro ladeado, pero de repente la victoria los embelleció, pero ya, un poco antes de que fuera cegadora, cuando más de medio millón de soldados franceses se extenuaban y agotaban en los Aurès y en toda Argelia, un curioso fenómeno se hizo perceptible, modificando la cara y el cuerpo de los obreros árabes: algo como la cercanía, el presentimiento de una belleza todavía frágil pero que nos deslumbraría cuando las escamas hubiesen por fin caído de su piel y de nuestros ojos. Había que aceptar la evidencia: se habían liberado políticamente para aparecer como debían ser vistos, muy guapos (...) Es, creo, Hannah Arendt quien distingue las revoluciones según que persigan la libertad o la virtud —es decir, el trabajo. Haría falta tal vez reconocer que las revoluciones y liberaciones se dan (en el fondo) con el fin de encontrar o reencontrar la belleza, es decir, lo impalpable, lo que sólo se puede designar por este término. O más bien no: por belleza entendemos una insolencia reidora a la que desafían la miseria pasada, los sistemas y los hombres responsables de la miseria y de la vergüenza, pero una insolencia reidora que percibe que el estallido, lejos de la vergüenza, era fácil. Esta página debía tratar sobre todo de esto: una revolución lo es cuando ha hecho caer de los rostros y los cuerpos la piel muerta que los reblandecía. No hablo de una belleza académica, sino de la impalpable—inefable— alegría de los cuerpos, de las caras, de los gritos, de las palabras que dejan de ser mortecinas, quiero decir una alegría sensual y tan fuerte que quiere desterrar todo erotismo. (...) Sólo tenía veintidós años, su pensamiento volaba ágil muy por encima de los palestinos de cuarenta años, pero ya se encontraban en él los signos —en él: en su cuerpo, en sus gestos— que lo ataban a los viejos.(...) Las jóvenes palestinas se volvieron muy bellas cuando se rebelaron contra el padre y rompieron las agujas y las tijeras de coser (...) Los fedayines, sin darse cuenta —¿de verdad?— encarnaban una belleza nueva: la viveza de los gestos y el cansancio visible, la velocidad del ojo y su brillo, el timbre de la voz más clara se aliaban a la prontitud de la réplica y a su brevedad. Y a su precisión también. Las frases largas, la retórica sabia y voluble, las habían desechado. En Chatila, muchos han muerto, y mi afecto y amistad por sus cadáveres pudriéndose era grande también porque los conocía. Ennegrecidos, inflados, podridos por el sol y la muerte, seguían siendo fedayines. Hacia las dos de la tarde, domingo, tres soldados del ejército libanés, apuntándome con el fusil, me condujeron a un jeep donde dormitaba un oficial. Le pregunté:—¿Habla francés?—Inglés. La voz era seca, tal vez porque acababa de despertarlo con un sobresalto. Miró mi pasaporte. Dijo en francés:—¿Viene de allá? (su dedo apuntaba a Chatila).—Sí.—¿Ha visto?—Sí.—¿Va a escribirlo?—Sí. Me devolvió el pasaporte. Me hizo una señal para que me fuese. Los tres fusiles se bajaron. Había pasado cuatro horas en Chatila. En mi memoria quedaban alrededor de cuarenta cadáveres. Todos —digo todos— habían sido torturados, probablemente bajo la embriaguez, entre cantos, risas, el olor de la pólvora y de la carroña. Sin duda estaba solo, quiero decir que era el único europeo (con algunas ancianas palestinas aferradas todavía a un pañuelo blanco desgarrado; con algunos jóvenes fedayines desarmados) pero, si estas cuatro o cinco personas no hubieran estado allí al descubrir yo esta ciudad abatida, los palestinos horizontales, negros e hinchados, me hubieran vuelto loco. ¿Dónde estaba? Esta ciudad hecha migas y derribada que he visto o creído ver, recorrida, zarandeada y arrasada por el olor de la muerte, todo eso, ¿había tenido lugar? No es por mis inclinaciones por lo que he vivido la época jordana como un cuento de hadas. Los europeos y los árabes norteafricanos me hablaron del sortilegio que sintieron allí. Viviendo esta larga presión de seis meses, apenas teñida de noche durante doce o trece horas, conocí la ligereza del acontecimiento, la excepcional calidad de los fedayines, pero presentía la fragilidad del edificio. En todos los sitios de Jordania donde el ejército palestino se reagrupó—cerca del Jordán— hubo puestos de control donde los fedayines estaban tan seguros de sus derechos y de su poder que la llegada de un visitante, de día como de noche, a uno de los puestos, era ocasión para preparar té, para hablar entre estallidos de risa y dar besos fraternales (aquel que abrazaban se iba esa noche, cruzaba el Jordán para poner bombas en Palestina, y frecuentemente no regresaba). Los únicos islotes de silencio eran los pueblos jordanos: los sorteaban. Todos los fedayines parecían ligeramente elevados del suelo como por un vaso de vino o la calada de un poco de hachís. ¿Qué era? La juventud despreocupada de la muerte y que poseía, para disparar al aire, armas checas y chinas. Protegidos por armas que alcanzaban tan alto, los fedayines no temían nada.

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