19.6.07

Cadáveres de perro (Dos problemas en los días del fin del mundo) Por Noé Bondone.



a.


Los tipos se miraron con rabia. Lo único que quedaba para comer era la comida de los perros. De los perros quedaban los huesos. Cada uno de los tipos se preguntaba qué sería mejor para él. O comida para perros o carne humana. Compartir la comida de los perros o matar al enemigo, comerlo y luego comer la comida de los perros. ¿Qué certezas posibles existen con respecto a la conservación de la energía? ¿Es mejor comer un hombre alimentado por comida para perros o es mejor comer un hombre y luego comer la comida que él hubiese comido?



b.


¿Sería mejor sacar a pasear el caniche con la correa o bien meterlo en la cartera y que él, asomando el hocico, tome aire de la calle?



6



I - Me comí la perra, ahora quedan los perritos. (Idea popular en México)



II – Ni perros quedan.


La última vez que vi a mi hermano, lo insulté por proferir una estúpida simplificación de la realidad: nosotros somos el bien y ellos el mal. Ahora el hambre me lleva a arrepentirme de mi reacción. Todos los burgueses del pueblo han logrado escapar. Yo, por mi parte, busco entre hojas secas las últimas nueces. Las que no han comido los perros antes que yo me comiera a éstos. Mi hermano huyó. Sólo quedan algunos malandrines que acechan mi jardín.



III – Engrudo.


Un frió intenso entraba por los espacios entre el marco y los postigos. Una ventana de mala calidad. Instalada por un tipo miserable. La habitación se congelaba a medida que transcurría junio. No había electricidad ni gas. Había juntado agua de lluvia y la mezclaba con harina: eso estoy comiendo. Más tarde me cubría con las colchas, asomaba la punta de los dedos, y leía la política de Aristóteles.



IV – Ratas.


Mirando hacia afuera descubría algunos roedores. No tengo la menor idea de cómo cazarlos.

V – Masturbación.


Aún quedan imágenes.

VI – Iluminación.


Pronto moriré.



1 comentario:

Anónimo dijo...

Llegé cansado a los umbrales de la muerte. El sol se ocultaba detrás de los árboles que cercaban la entrada y hacían tan sombríos los umbrales que me confundí entre epítetos y redundancias. Un perro babeaba, raquítico, del otro lado de la puerta de rejas. Era tan flaco que a diez metros de la reja, en el ángulo necesario, el cánido se ocultaba perfectamente tras los barrotes de metal frío. Yo lloré y temí la muerte como la lloran y la temen los niños, con inocencia e impudor.
Grité.