19.6.07

La madre del pan (Por Noé Bondone)



Al costado de un camino de tierra estaba sentada junto a una mesa de madera una mujer. Levaba un vestido que cubría todo su cuerpo. Como una serpiente subía en espiral, desde los tobillos hasta el cuello, una línea roja sobre un fondo negro.


La madre llevaba un rodete en el pelo. Sonreía tras una gran cantidad de panes que estaban sobre la mesa. Dorados, tibios, echaban vapor en esa mañana helada y de limpio cielo. Me pare a mirarla, sus ojos de vidrio no eran esféricos, eran mas bien un dodecaedro, y uno de esos lados me reflejaba.


Me quede horas ante aquella experiencia. Pasaron los hacheros y le cambiaron los panes por unos frutos marrones y grandes como un melón. Todos bajaban del cerro azul. Entre dos llevaban una canasta, cada uno tenía una manija, y ahí dentro todos los frutos. Solo un par de ellos cambio todos los frutos por todos los panes. Parecía absurdo.


Los frutos parecían que estaban a punto de descomponerse, estaban machucados y desprendían cierto líquido, goteaba desde el borde de la mesa hacia el suelo. Donde caían las gotas brotaban muy rápido unos yuyos.


Los frutos enflaquecían, se volvían pasas de higo. En el momento en que los leñadores dejaron los frutos arriba de la mesa, sólo era posible tomarlos con los dos brazos rodeándolos. Ahora, luego de su expurgación, bastaba un cuenco en las manos para tomarlos todos.


Sin embargo, era imposible llegar a la mesa: los yuyos la rodeaban. Eran de una goma pegajosa, se movían como pulpos, sólo la madre de los panes podía tomarlos. Y así lo hizo, los metió en un bolsillo del vestido y salió a través de los yuyos que se apartaron. Se acercó a un horno de barro, al costado había una mesa fabricada con horquetones y palos. Sobre la mesa estaban algunas bandejas redondas. Puso los higos sobre éstas. Juntó leña fina y con un poco de los yuyos pegajosos prendió el fuego. El horno se calentó rápido. La mujer metió las bandejas. Luego se sentó al lado del horno y subiéndose el vestido hasta la cintura comenzó a parir panes.


Apenas una expresión de placer acompañaba el aparecer de un nuevo pan. Los apiló en la mesa donde estaban las bandejas.


Yo continuaba en el reflejo de uno de los lados de sus ojos.


Parió veinte o treinta panes. Se levantó y su vestido cubrió su cuerpo como devolviéndole al día su normalidad.


Abrió el horno y desde allí saltaron unas aves que fueron a comerse los yuyos que habían crecido bajo los frutos. Al comerlos, sus plumas crecieron, y se volvieron brillantes. Sus colas tenían el dibujo y el color de la de un pavo real, sus crestas rojas como las de un gallo se proyectaban al cielo.


Comenzaron a volar, giraban sobre mí y la madre, sus trinos eran bellos. Luego salieron volando hacia el lado del bosque. -Allí crecerán altos- dijo la madre mientras llevaba los panes para los hacheros.


Los hacheros no tardaron en llegar y cambiar sus frutos por panes. Al irse me dieron un pan, lo he comido, y ahora he clavado mis pies en la tierra y soy alto cómo una Araucaria.


Cada día las aves reposan en mis ramas y luego emprenden el vuelo al bosque. La madre está contenta, pues el canto de las aves se ha prolongado unos segundos más que de costumbre. Yo he abandonado para siempre la felicidad y el tiempo.

2 comentarios:

Petra von Feuer dijo...

Realismo mágico anudado con el Hermann Hesse de Siddartha (y todo lo que ese libro implica)

Anónimo dijo...

A proposito del autor, creo encontrar una constante referencia a actos de deshumanizacion. Primero un hombre que deviene en arbol. Despues un hombre que reflexiona entre la conveniencia de comer comida canina, o comer al can ya alimentado... para cuando el fabulario Bondone-.. jajaj, saludos rudimentarios.