17.10.07

El Consultorio Fenomenológico (Por Tristán Fita)

Cuando uno tiene un problema cuya solución por todos los medios excede su propia voluntad, como el dejar de fumar recurre, no sin razón, primero a procedimientos a los que acuden la mayoría de las personas, como psicólogos y psiquiátras, y luego a los procedimientos más “extremos”: desde chamanes cybernéticos hasta bungee jumping tratando de abrir un frasco de mermelada de durazno (esos que sin un cuchillo que le haga entrar el aire son una verdadera hazaña manual para abrirlos). Pero a veces, quizás, la solución no necesita ser tan extrema. Quizás, sea necesario un retrueque de visiones o, mejor aún, una cotidianización de lo sublime no rápidamente dado en lo concreto: algunos se desbocan en el arte, otros en la vida.
Y uno de los casos más famosos fue, según $*#**!##! , el de alguien que por decisión propia, así como por imperiosa urgencia de metálico corriente, se animó a dar este giro y cotidianizar lo no común: Gervasio Dugarry.
Gervasio había estudiado esas disciplinas que con el sólo decir “disciplina” ya afirmamos mucho. De esas “actividades” que sumergen, a quien se inicia en sus laberintos, en la sensación de la aprehensión de la totalidad mezclada con la más apática sensación de insignificancia. Había transitado durante muchos años, entonces, esas faunas que menjunjean los entrecejos fruncidos (como diciendo “hablame y destruyo todo tu sistema de pensamiento” o “soy capaz de refutarte”) y las miradas de infinita ingenuidad (“no sé para qué sigo esto pero ya estoy acá, así que le doy hasta el final). Digámoslo claro, había estudiado la única disciplina capaz de reunir todas estas cualidades: filosofía (se pronunció “actividades” en plural con el único fin de no generar elitismo).
Como Francia estaba bajo la ocupación alemana al momento de recibirse Gervasio, de padres argentinos, decidió mudarse a la Córdoba argentina por su buen castellano (era su idioma natural aunque su francés también era casi natural) y porque tenía parientes allí luego de la muerte de sus progenitores.
Si a esto último le agregamos la bohemia particular de vida, así como el inmediato contacto que dicho personaje sufrió con el atorrantismo argentino, llegamos a la clásica pregunta: ¿a qué estudiante de filosofía le gusta trabajar en aquello que no es una humanidad? (O mejor dicho ¿a qué estudiante de filosofía le gusta trabajar?) Bueno, sea como sea, debió rebuscárselas ingeniosamente dando paso así, con el correr de sus estudios, al primer consultorio fenomenológico de la historia. No le fue fácil: sus camaradas psicólogos trataban de advertir a la gente de las pelafustanadas que cometería semejante atorrante. Pero como se aclaró en un principio: cuando se está desesperado en busca de cura cualquier método vale.
Los pacientes que llegaban eran de los más variados y no precisamente los que recibe un psicólogo (que sería el caso paradigmático).
El primer paciente llegó como consecuencia directa del marketing del cartel (que rezaba “trate sus vivencias aquí, sea cuales sean”). Era un hombre con dolor de muelas. Como no quiso ir a un dentista (segunda profesión peor vista por la sociedad luego del abogado) se acercó inminentemente al consultorio. Chocho de la vida Dugarry lo sentó en un sillón desteñido y le habló durante una hora y media acerca de la estructura de la conciencia intencional. Pasada la hora y media el paciente, que había sujetado todo ese tiempo su pómulo izquierdo con la mano correspondiente, pegó un brinco del sillón y se disponía a marcharse exhalando fastidios. El fenomenólogo lo paró y le exigió el metálico pero el hombre se negaba pues sentía que le habían tomado el pelo. Pero, tenaz como el pingüino emperador, Dugarry le demostró que le había dado tratamiento arguyendo que lo que hizo fue “tras-en-dental”. Como el paciente estaba harto de su dolor, pago de manera nefasta y se fue. Gervasio, entonces, lejos de sentirse un estafador, creyó que había hecho un progreso puesto que sentía que la gente comenzaba a reconocer su labor a través de metálico, lo cual equiparaba su saber a un saber científico. Le daban el dinero pues reconocían – se autodecía – algo cierto que estaba de fondo, de horizonte por detrás de la cuestión: lo que lo tornaba valedero.
Otro tanto sucedió un día de invierno cuando un agobiado abogado llegó a su consultorio. El caso era que el cliente a quien defendía era el diablo mismo: tan pecador que no había lugar para la salvación. El caso estaba perdido de entrada y lo que más le angustiaba al abogado no era, precisamente, perder el caso sino lo que de ello se seguiría al tener un cliente tan mafioso: “Me va a colgar” “¡ayúdeme!” decía. Otra vez el magistral Dugarry no perdió el tiempo y le realizó una ecuménicamente única exégesis de la “epoché” husserliana. Otra vez pasaron las horas y la desesperación creció. Como buen abogado, luego de dos horas de monólogo, se dispuso a marcharse sin pagar un centavo y arguyendo que demandaría legalmente a Gervasio. Afablemente, y con la tranquilidad del que sabe, le recalcó no sólo que la ley esta basada en principios morales y de convivencia marcada por el sentido común y la tradición, sino que de hecho creía haberle mostrado el camino para “suspender el juicio”. El abogado, no tanto por esta argumentación sino al ver que perdía el tiempo y no tenía la llave de la puerta por la que deseaba esfumarse, accedió a pagarle la suma requerida. El fenomenólogo otra vez había hecho historia al señalar el camino hacia lo que el propio Husserl señaló como el paso más difícil de la fenomenología.
Ahora bien, no es que Dugarry fuera un continuo exegeta del más grande paladín de la historia de la fenomenología: había desarrollado su propia ambición especulativa de la realidad. Sus teorías lo acercaban temerariamente a los entes más maravillosos y, a su vez, más peligrosos que este mundo puede concebir: las señoras mayores de cincuenta años. Es cierto, en este punto su teoría parecía degenerarse en un prejuicio social común: de que en la vida de dichas mujeres podían encontrarse retazos de otras vidas, escorzos de vidas ajenas. Sin embargo, Gervasio Dugarry no vio aquí dificultad alguna y gustaba de pasarse las horas escuchando los chimentos cargados de pasión que estas mujeres desplegaban ante sus oídos. Eran verdaderas fuentes de vivencias pues, a pesar de su quietud física, no había resquicio que no quedara sin cubrir: calculaban la forma de pensar de las personas rumoreadas (a través de las acciones que “oían” realizar) con una exactitud alarmante según el juicio primigenio del fenomenólogo consultor. Pero no sólo la forma de pensar: la manera de ser de su pasado (generalmente justificado con referencias como “es igual de chanta que el padre”) o incluso las pasiones generadas por percepciones comunes de la realidad ( “con semejante físico no puede andar de novia”). Dugarry llegó a pasar horas en la peluquería de una tal “Porota” haciendo anotaciones y anotaciones. Decidió poner fin a sus investigaciones cuando, por haber faltado a una reunión en dicha peluquería por tener gripe, llegaron a él las más viles calumnias acerca de su persona que jamás hubiere imaginado: se había transformado en el nuevo chimento. Pero aún con el muerto a cuestas logró su último dato preciso: cómo funcionaba la imaginación en la vivencia.
Y sin ir hasta el infinito otro memorioso caso del consultor es el referente a cierto individuo que tenía problemas con su suegra. La única forma de “ayudarlo” que se le ocurrió a Dugarry fue meter muchos objetos referentes a esa mujer en una habitación (realizó una investigación previa entorno a dicha persona, llegándose a esconder en su armario mientras dormía). Cortando la luz de la misma invitó al hombre a que pasara sin decirle qué había adentro. A cada rato se oía al hombre maldecir al chocar con alguno de los objetos en medio de la oscuridad. Pero lo más relevante es que, al principio, al chocar decía: “Pero me ¡##**#? en mi suegra…”. A lo que Gervasio respondía desde el otro lado: “sumérjase en la vivencia, ponga al mundo fuera de juego”.
Paulatinamente, los agravios contra la señora en cuestión fueron transformándose en: “¡uy! ¡Disculpe mamita querida!” o “así es, mi cariñito”. A lo que el fenomenólogo respondía desde detrás de la puerta: “ahí me va gustando” “ahí me va gustando”. Éste fue el único cliente que pagó con gusto a Gervasio puesto que decía sentir, cuando salía, que había ido a “las cosas mismas”.

Con el correr de los años esta obnubilante figura del destino fue borrándose. No podemos afirmar si este personaje fenomenológico obtuvo resultados: el hombre de la muela decidió aplicarse una dentadura postiza; el abogado nadie más lo ha vuelto a ver al concluirse el caso; Porota cerró su peluquería y puso una librería de libros especializados y a precios accesibles; y al hombre con problemas con su suegra se lo ve hoy pasear de compras gustosamente con la madre de otra mujer con la que se casó.
Lamentablemente un buen día Dugarry desapareció sin dejar rastros. Algunos dicen que porque se dio cuenta de la imposibilidad de su tarea. Otros, de que los psicólogos se complotaron contra él al ver que su fama iba en ascenso. Una tercera opinión, a la que adherimos, sostiene que quiso empezar todo de nuevo como si fuera un principiante, retornando a Francia a estudiar, recomenzando la primaria una vez que la guerra hubo terminado.
Ya no quedan hoy, creo, hombres osados como Dugarry. Osados no sólo por la monstruosidad de la tarea propuesta, es decir, cómo la fenomenología puede mostrarnos vivir, sino también por demostrar qué es eso de mejor que tiene la filosofía yendo a confrontarlo con el hombre de la calle, con el hombre dado como mundano. Alabado sea aquel que prefiere ir a curar sus males renales al fenomenólogo y no al nefrólogo, por cuanto al nefrólogo seguro que va a terminar yendo: lo distinto, original y hasta ontológicamente anarquista es visitar al fenomenólogo para ver en qué puede describirnos acerca de cómo estamos desbocados.

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