30.4.08

Prefacio a la oscuridad.


Después de “eso”, la simulación se hizo algo más ostensible. No sabría cómo explicarlo, pero, lisa y llanamente, me convertí en ese perro que notábamos en aquel callejón y que al acercarnos nos burlaba con su inexistencia, amparado en algún canasto de residuos, algún tacho de doscientos litros. Nos consolábamos con la “Gestalt”, recuerdo. Aunque uno no crea en la Psicología (hago mal en mayusculear aquella palabra), se termina por condescender con ella, de una u otra forma.
Condescender, rebajarse en compañía de lo que uno dice. Suplantación de la idea por la palabra.
Recuerdo, también, que no me creías cuando te decía que aquel perro tenía ojos amarillos. “Ojos de sol”, me burlaba. Me burlaba de la poesía naturalista, whitmaniana, en realidad. Era como un prefacio a la suplantación de la que te hablaba antes.
Y todo porque esos ojos amarillos terminaban siendo una tragedia de brillos, nacarados y siluetas favorecidas por el iluminado público: esa falacia metamorfoseante de naranja a amarillo. Siguen siendo ojos amarillos, no te equivoques…
Nunca supe qué tipo de martirio representaría semejante aparición si no dabas crédito a su animalidad. Cuando entrábamos, vos te agarrabas de la campera, tironeándomela. Yo te decía no, es un tacho, ¿no te acordás?
Sin embargo, tenías miedo de que te mordiera. Incluso mostrándote esos papeles con estadísticas de mi viejo, de Criminología. Habíamos llegado a la conclusión. Sólo en el 1% de los casos que se registraban, víctima y victimario coincidían en el color de ojos, sin considerar los matices.
Está bien que yo no creía en las estadísticas y vos sí en las casualidades, por lo que los estudios de mi viejo no te tranquilizaban, o al menos hubieras preferido tener cualquier otro tipo de ojos. Ese estudio había relacionado el color de ojos con la muerte, por más chica que haya sido la cifra del porcentaje. Y vos creías en las estadísticas y yo no en las casualidades…
Una vez, hace unos meses, entré en casa y te encontré sentada en el piso, las piernas cruzadas, témpera azul, el cuaderno de los ensayos, témpera en la alfombra, en tu pierna derecha, en mis ensayos. Te diste media vuelta y me miraste desde abajo, sin subir la cabeza: fue el día que supe que tenías ojos amarillos, y expresión de perro en falta (cuando estabas en falta).
Sexo, témpera azul, alfombra, sin siquiera saludar. (Los ensayos de ese cuaderno se perdieron para siempre, no usar pluma azul nunca más).
Témpera roja, también. Verde, no. Amarilla, tampoco.
Ojos. Muerte. La mirada del otro.
Lacan, espejo. Sartre, mirada. Cortázar, axolotl.

Todo mira. Hasta en la oscuridad.

Un día me quedé sin cigarrillos, y algo había que hacer. Fumo cigarrillos negros, los de la bandera de Francia. Cuando tengo plata, compro “box”. Cuando no, etiqueta común, de las blandas y víctimas de los jeans. La diferencia entre una y otra es de diez centavos. No entiendo la diferencia de actitudes en uno y otro caso… Bajé a por una etiqueta común teniendo plata y me extrañó mientras se la pedía al kiosquero. Había un acuerdo tácito. Yo decía puchos y él me estiraba los franchutes. Como él desconocía mi economía diaria, siempre me daba los box. Cuando se equivocaba, lo corregía. No, común.
Por cinco pesos te daban una etiqueta común de cigarrillos y un peso con cincuenta de vuelto. Una ganga. Cuando pedía puchos y no lo corregía, siempre me encajaba un caramelo masticable por los cinco. Quizá cuando tenía plata quería comer caramelos. Qué sé yo.
Volvía a mi casa (departamento de barrio residencial) fumando el primer cigarrillo de la etiqueta (el mejor de todos).
A veces creo que escribo sobre cigarrillos porque acá en la cárcel se me complica conseguirlos. No, mentira: nunca estuve en la cárcel.
Se me trabó la llave en la cerradura, porque la puse al revés. Y le di media vuelta. Mientras trataba de arreglar la cuestión, pude ver que una cantidad inverosímil de témpera amarilla salía por debajo de la puerta. Cuando pude entrar, me encontré con ella. Estaba como ausente, desnuda, cruzada de pierdas, erguida, en el medio de un charco de lo que acusaba la puerta. Me miró, con una seriedad desorbitada, incoherente.
No pude prepararme a tiempo para aquella mirada incisiva y amarilla, interrogativa, pero sin exigir respuesta. Mirada retórica, diría.
Tuve miedo, hay que decirlo.
Me quedé mirándola.
Qué te pasa.
Nada, ¿por?
Qué sé yo.
Di media vuelta, tiré la ceniza en el charco y entré en el estudio. Estaba escribiendo un cuento acerca de las miradas y del color amarillo. Una boludez, digamos.
Reviví el mate. Estaba amargo y tibio. Acerqué mi boca a la bombilla y sorbía mientras vertía agua. Cuando logré calentar la yerba, ya estaba lavada. Me cago en Dios y en la Virgen. Apagué la colilla que hedía a filtro, y me levanté a dejar las heces del mate en el basurero, en la cocina-atelier.
Estaba sentada en la ventana, de espalda. La llamé y se dio vuelta.
Mientras me acercaba, el terror en su cara fue acrecentándose, hasta llegar a lo que parecía un orgasmo, aunque algo más exagerado. Quiso escapar, pero logré agarrarla a tiempo. Seguía sentada en la ventana, donde cogimos (pensábamos que hacer el amor era cosa de hippies).
Son amari…, dijo, mientras caía al vacío. La vi reventándose contra la vereda.
Me subí el pantalón, prendí el botón, subí el cierre y abroché el cinto. Bajé a verla… No estaba, sólo quedaba una mancha amarilla en el piso, como si hubiera estallado una bolsa de líquido. Me refugié detrás de un tacho de doscientos litros y esperé.
Formaba parte del 1%, aunque ahora parecía un tacho de doscientos litros, que alternaba entre llantos de desesperación y sonrisas eyaculatorias.
Ya había oscurecido.
Todo mira. Hasta en la oscuridad.

Sergio A. Iturbe
18/01/08

2 comentarios:

Equis dijo...

Nada mal, Loquillo. Y sin dudas que pega con el nombre del blog.

Grado Cero dijo...

buenas, como va. bueno pasaba a saludar , soy una pésima comentarista ... una pésima

todo mira hasta en la oscuridad,
la muerte en la mirada del otro...

saludos