21.7.08

Kitsch



He renegado toda mi vida acerca de la existencia de familias normales, convencionales. No obstante, es ésta una familia normal, convencional.

Papá, mamá y sus cuatro y rubios hijitos. Lindos, todos ellos.

Papá y Mamá, como son jóvenes, conservan ese combustible y agotable cariño aún no desarticulado por el hastío y los reemplazos laborales y sexuales. Es por esto que el viernes, ya liberados de sus tareas empresariales, Papá invita a Mamá a cenar afuera. Es su aniversario de casados.
Esta invitación -que quince o veinte años después resultarían intentos vanos de restablecer una relación gangrenada- es en este momento una distracción semanal no carente de una activa jovialidad. Están conformes con sus sueldos, con su moderno auto importado, con el desempeño escolar de sus hijos.
Como el mayor no tiene la edad suficiente para cuidar a los restantes tres, Papá y Mamá deciden llamar a una niñera.
Papá, aunque es Juez Penal, no repara en las notas frenológicas que hubieran delatado, y sin dificultad, la perversión de esta joven.
Papá y Mamá, confiando en la inutilidad doméstica de la que en otro momento fue una indigente trabajadora nocturna, recomiendan a la atenta niñera que no abra las ventanas "bajo ninguna circunstancia". Lo mismo con las puertas, tanto traseras como principales.

Nadie, salvo ellos en persona, puede ingresar en la residencia. NADIE.

Ignoran, claro está, cuatro cosas importantes, a saber:

a) No todo problema entra por las puertas o las ventanas;
b) Si el problema entra por la puerta -o la ventana- no necesariamente tiene que ser a la fuerza;
c) El problema puede ser potencial. Esto es: el problema puede haber entrado hace años, pero manifestarse de una vez y definitivamente en una milésima de segundo;
d) Los problemas, lejos de poder ser solucionados mediante precauciones diseñadas a los fines, muchas veces -la mayoría- son generados por éstas.

Papá y Mamá, envuelto cada uno en un halo de perfume francés, se suben al auto. Notan un desperfecto en el portón automático, pero no le dan importancia. "Mañana llamo al técnico", dice Papá, que no se da cuenta de la trascendencia ingenua que implica la postulación de un mañana palpable y previsible. "Bueno, pero que no pase de mañana", dice Mamá, creyendo, como Papá, en las agendas y en los calendarios.

Los calendarios suelen encontrarse en las agendas. El infierno, sin embargo, está en el presente.

El portón automático del garaje, aunque haciendo un chirrido escalofriante, se cierra herméticamente.

La niñera, muy curiosa, mira por la ventana de la cocina. Los mira sacar el auto del garaje.

Un imprudente conductor de camión de mudanzas obstruye la salida del auto de Papá.

Papá, apurado aunque sin motivos, se baja de su convertible. Gesticula de manera tal que las palabras que pronuncia, si bien no son percibidas por la niñera, parecen instrumentos arcaicos y obsoletos de comunicación. Inmediatamente después, el camión se mueve posibilitando el tránsito de Papá.

La niñera, cuando el auto desaparece de su campo visual, mira el reloj que pende de un estudiado clavo ubicado encima de la puerta corrediza que comunica a la cocina con el comedor.

La aguja del segundero, roja como no lo son sus compañeras, no se mueve de su lugar: se detuvo exactamente sobre el brillante ocho escrito en números romanos. VIII. Faltan exactamente veinte segundos para que el minutero salte a la progresión prefijada. Sin embargo, no es esto una falta temporal. No tiene pila, nomás, que es una de las manifestaciones de la Nada.

Aunque estamos entre dos opciones -tres contando la superposición de ellas- la niñera (poco detallista y en éxtasis por las libertades que posibilita la ausencia de los patrones, no repara en ello y se convence de una hora poco certera. Poco certera, de más está decirlo, para esas convenciones tan tercamente axiomáticas.

Los niños, mientras, duermen apaciblemente en la cama de tres plazas de sus padres.

Es como dormir con Papá y Mamá.

Pueden sentir su perfume y, así, dormir tranquilos como asegurados por sus falaces presencias.

Sus actividades extraescolares (piano, violín, natación y equitación, respectivamente) los dejan exhaustos mentirosamente temprano: recordemos que el segundero no prospera.

La niñera, previendo un posible e indiscreto regreso, mira por la misma ventana que descubrió la partida del todavía feliz matrimonio. La ventana de la cocina. Hace esto al tiempo que abre el segundo cajón. El primero es el de los cubiertos. El segundo es el de los repasadores y los guantes de cocina. Saca uno es estos últimos, se lo pone y se dirige a la habitación principal, donde duermen los niños.

Con sumo cuidado, y tratando de no hacer el más infinitesimal ruido, abre la maciza puerta.

La oscuridad y las respiraciones regulares los delatan: duermen.

Uno de ellos finge.

El ruido ya familiar de la puerta principal la desconcentra. Es Papá. La niñera se altera: la han descubierto. No. No pasa nada. Papá ha venido por la corbata, que yacía, olvidada, en el perchero detrás de la puerta. La cierra. El fade out del motor describe su alejamiento.

La niñera, suspirando, cierra la puerta que había abierto y, bajando las escaleras, se dirige al living, al frente del televisor. Lo prende, aún con el guante puesto en la mano derecha. Busca el canal de cocina, que no tarda en encontrar. Sube su pollera y, con su mano derecha, empieza a masturbarse mientras mira los retoques decorativos de una torta de chocolate y crema. Le excitan los postres dulces. También los niños y los utensilios de pastelería.

La relación entre estos elementos pasa desapercibida como el segundero del reloj.

Quince e incronicados minutos tarda esta mujer para eyacular masculinamente sobre el impecable parquet, no sin antes cerrar los ojos y aumentar su ritmo cardíaco hasta gemir prudentemente, mientras sus piernas, salpicadas de manera grotesca, casi que dibujan ciento ochenta grados en la Geometría y treinta y ocho grados en la Termodinámica de su ahora irrigado y erecto clítoris.

La impunidad de cuatro subconsciencias infantiles -recordemos, así también, que una de ellas es conciencia fingiendo subconsciencia- no se compara con la inconsciencia electrónica de una sola cámara de seguridad emplazada y convenientemente camuflada en un cuadro tan decorativo como no-artístico.

El todavía cálido efluvio de su orgasmo reciente se convierte en despreciable y asqueroso mientras su pulso vuelve a la normalidad y descubre el incómodo sabor de la inminente limpieza del piso.

El parquet se mancha muy fácilmente.

El estruendo que proviene de la planta baja aborta sus planes -seguir masturbándose- al tiempo que salta del sillón y se dirige al lugar de origen. Al subir las escaleras, la pólvora y el hierro se hacen presentes, primero, e inmanentes, después.

La puerta de la habitación principal sigue cerrada.

La intriga y la baja presión arterial producen el martilleo de sus rótulas y el posterior desvanecimiento de la rigidez de sus articulaciones: sus piernas, todavía húmedas, tambalean al llegar al descanso de la escalera. En este preciso instante estalla un llanto coral como de eunucos desesperados.

Tropieza con uno de los zócalos, se precipita de rodillas y golpea estentóreamente su cabeza contra la puerta.

Los chillidos, en el clímax de los decibeles, cesan.

La puerta se entorna en tanto que le impide darse cuenta de que el mayor de los hijos sostiene una ensangrentada Smith & Wesson Magnum .357. Es el arma personal de Papá, quizá descubierta fruto de un hurgar cajas depositadas en el vestidor.

Hijo-Mayor ha escupido a Hermana-Violinista (ocho años) en su níveo rostro. Digo "escupir" por la consistencia de los cóncavos trozos de cráneo que descansan a lo largo y ancho de toda la habitación.

"Escupir", como quien dice.

La niñera se arrastra hasta los pies de la cama y en el trayecto saborea una tibia y grisácea porción de masa encefálica.

Prefiere la crema moca, decide.

Cuando se asoma, lo ve a Hijo-Mayor sentado a un lado de la cama, apuntándole a Hemano-Nadador (seis años). No, por favor, implora éste. Sí, dejame, dice Hermano-Mayor. Se oye el ruido grave y resonante de un nuevo disparo. La niñera siente como si ranas tibias y húmedas le hubieran saltado encima.

Hermano-Menor se quita con la lengua los restos de sus hermanos. Son dulces, piensa. Lo dulce le genera alegría. Sonríe. Esa sonrisa desaparece mientras el maxilar inferior, desarticulado, choca contra el tapiz de la cabecera de la cama.

Hijo-Mayor quiere despertar a sus tres hermanos, pero lo único que logra es mover dos torsos inanimados y decapitados, que yacen aún en las ensangrentadas sábanas de seda.

Parecen sábanas de nylon. Brillan opacamente.

Hermano-Menor, en pleno ejercicio de sus facultades, palpa la incomprensible ausencia de su mandíbula. Su lengua, ubicada donde siempre, no encuentra el marco natural de su reposo. Siente un gusto salado y recuerda el mar, el primer contacto con el mar.

No es sangre. Es mar.

Recuerda la articulación y los labios incrédulos de su padre. Mira a Hermano-Mayor e interroga su tranquila expresión. Mira el arma.

Se escucha el chirrido del portón automático.

La niñera ha empezado a masturbar el exangüe pubis de Hermana-Violinista. Su cuello, desgarrado y ahora terminación de su cuerpo, se mueve de un lado a otro al ritmo del guante de cocina.

Hermano-Mayor encuentra la mandíbula de Hermano-Menor, que ya no mira ni se mueve.

En la planta baja, junto con la recomendación televisiva de no usar margarina sino manteca, Papá y Mamá se ríen de eventos recientes.

El mozo se parecía a Hegel, dice Papá.

Jajaja, dice Mamá.

Ahora suben las escaleras.

Claro, ahora entiendo. Para eso el absurdo de cómo subir una escalera: es un libro para ebrios, dice Papá y no sé a qué se refiere.

Jajaja, repite Mamá.

Hijo-Único sonríe cuando Papá y Mamá entran en Habitación Principal.

¿Qué es esto?, pregunta Papá en el momento en que Hijo le estira un sobre de papel madera.

Feliz aniversario, exclama Hijo cuando Papá saca la mandíbula de Ex-Hijo-Menor.

Yo ayudé a hacerlo, dice la niñera, que sigue masturbando a Fiambre-De-Hija-Violinista.

Gracias, dicen enternecidos Papá y Mamá, abrazando a su hijo único y pateando, sin querer el cadáver de Hijo-Nadador.

Papá separa a Hijo de su pecho y lo mira, emocionado hasta las lágrimas.

De nada, papi. Los quiero mucho, responde.

Nosotros también te queremos, hijo, dice Mamá, mientras se limpia una lágrima que pende de su mejilla.


21/07/08
[La foto es de autoría propia y corresponde a la primera frase del libro "Anna Karenina" de Lev Tolstoi].

3 comentarios:

Almafuerte dijo...

jajaja, perverso!

Después te quejas que te censuran el blog..

Me pareció bueno, aunque debo decir que un poco rebuscado, viniendo de vos...

Un abrazo..

me llaman Flor dijo...

Algunas cosas me gustaron bastante, y debo decir que no me esperaba ese final. Pero eso sí, creo que el lenguaje usado tan técnica y fríamente no me llega demasiado, aunque no puedo negar que es uno de los relatos, por así llamarle, más gráficos que leí en este último tiempo.
Que asco.
Y no me puedo sacar la imagen del parqué eyaculado de la cabeza.
Ajjjjj

me llaman Flor dijo...

No estoy segura, pero creo que soñé con una mándibula en un sobre.
Además, en distintos momentos de mi vida, hice piano, violín, natación y equitación. Que mal.