17.10.08

Kornilova


“No hay quien ignore que la mujer, en la época de su embarazo

(y más si es primeriza), suele estar expuesta a ciertos extraños

influjos e impresiones, que obran de un modo fantástico sobre su

espíritu. Esos influjos toman a veces –aunque, desde luego,

muy raramente- formas insólitas, anormales, casi absurdas."

(Fiodor Dostoievski - Diario de un escritor)


Conocí a mi esposo gracias a la conmiseración de mi padre para con su mejor amigo, Piotr Alejovich Kornilov.

Mi padre, al ver el estado de su amigo por la pérdida de su esposa, tuvo la gentileza de entregarme como aliciente y consuelo.


Luego de conocer a mi esposo en profundidad, realmente envidié y justifiqué la muerte de su anterior esposa, aunque en rigor fue el grosor del feto lo que la reventó al momento del alumbramiento.


Así las cosas, no sólo tuve que tomar a mi cargo los quehaceres domésticos, sino que oficié de madre, esposa, prostituta, casera… Tenía entonces dieciséis años. Corría el año 1872 en San Petersburgo.


Con mi nula experiencia, consideraba los vejámenes a los que era sometida como simple oficio matrimonial: nada mejor para un cuarentón que una doncella inexperta para satisfacer sus más asquerosas fantasías sádicas.

Convencido de que su placer era el mío, Piotr me exhortaba diariamente a tragar sus níveas secreciones eróticas.


Mirame a la cara, puta, me decía mientras eyaculaba en mi lengua poseído por convulsiones infernales.


Nunca tuve problema en tragar y hasta saborear su semen, aunque quizá era otro artificio de la omnipotente inercia cósmica de la costumbre…


Muchas veces quise negarme a sus torturas, a los cortes que efectuaba en mis muslos, en mis brazos, en mi abdomen…, pero donde mi voluntad se imponía, ahí estaba la coacción paterna y su abyecta misericordia, esa fuerza que, falaz aunque presente, se vestía de conciencia, de MI conciencia.


No podría explicar la repugnancia que me producía sólo con su miserable presencia, su incipiente calvicie, su hirsuto y opaco pene, su falta de aseo, la ruidosa explosión de su hilaridad, su estúpida y adorada hija…


No fui partícipe de la Libertad hasta que llegó, tardía pero definitiva, la muerte de mi padre.

Fue en ese momento, en el funeral, cuando vislumbré la posibilidad de matar a Piotr Alejovich y a su inmunda y reptante presencia: la prolongación de la de mi padre.


Quiso mi mala fortuna –si dejamos de lado una posible voluntad de autoflagelo- que quedara embarazada del que consideraba mi verdugo. En ese momento tuve miedo, ese miedo que se proyecta en los techos y en el sórdido silencio de lo inefable.


Embarazada como estaba, cobré una sensibilidad que hasta entonces desconocía. Todos los sentimientos aumentaban, se amalgamaban describiendo extrañas siluetas en mis actitudes, en mis pensamientos, en la claridad de las tardes soleadas que debiera haberme alegrado en una realidad paralela e inexistente.


Estando en esa situación de debilidad (la estúpida piedad petersburguesa que no se apiada, paradójicamente, de los animales preñados) obvié la posibilidad de vengarme de su persona.


Dejé de lado gran parte de mis deberes hogareños y me dediqué a leer novelas románticas para acentuar –lo sabía de antemano- el contraste del rosado crepúsculo literario con los huracanados grises de mi cotidianeidad.


Cuatro meses de embarazo y de novelas por entregas fueron suficientes para lograr mi cometido: autoconvencimiento de la condena en la que estaba inmersa.

Era mayo de 1876. Dediqué una noche de vigilia involuntaria y residual a pertrechar la conclusión de mi averno minucioso.


Todavía no había amanecido cuando el catre rechinó, anunciando la proximidad de…

El samovar tardó sucesivas eternidades en calentarse, aunque en ese momento –sepan disculpar el tecnicismo- la temporalidad, de categoría, pasó a ser el tiempo que tarda un ruso promedio en tomar el té calentado a lo largo de dichas eternidades.


Después, hubo silencio.


Tomé un punzón –el que usaba Piotr en sus arrebatos de pasión- y logré introducirlo en una de las llagas distribuidas a lo largo de mi abultado vientre.


El resultado fue mucho dolor y poca eficiencia...


En el colmo de mi desesperación y fuera de mí, corrí a la habitación contigua. El cuerpo tibio tembló cuando arranqué las frazadas y, tomando a la niña, la arrojé desde el segundo piso en el que estábamos. Corrí la maceta que había en el alféizar para verla caer, pero una de las rosas carmesí me impidió ver el momento en el que uno de sus muslos quedaba enganchado en el cartel del bar de la planta baja, amortiguando la caída.


Juro que no quería una amputación, no quería el colgajo sangriento, no quería ser testigo de su cándido fémur. Sólo quería…


No quiero Siberias, Piotr Alejovich. Extraño tu semen mezclado con mi sangre, Piotr.


No quiero ir a Siberia, Piotr.


No quiero ir a Siberia, Piotr…


Sergio A. Iturbe

17/10/08


[Para ver el artículo de Dostoievski ("El proceso a Kornilova"), hacer click aquí]