27.6.08

Juego de piso



El juego consiste en subsistir y en hacer desangrar a los oponentes. Dado que el tablero en donde se desarrolla este juego es bastante extenso, se necesitarán muchos participantes, no menos de 60.
El tablero se dispondrá en el piso, si es rebatible, pero se tendrá que hacer un piso de cemento y mosaicos lisos y blancos, generando un cuadrado de 6 metros de lado, teniendo cada mosaico constituyente de la trama unos 30 centímetros de lado, de manera que una persona pueda pasar por uno de ellos sin tocar con su cuerpo a personas contiguas, ni atrás ni a los costados. A los lados, delimitando el tablero, habrá alambrados electrificados, de manera tal que sólo se pueda salir por el extremo correspondiente. El tablero tendrá una leve pendiente hacia alguno de los lados para que todos los fluidos (ya sea sangre, orina, vómito u otras inmundicias) desemboquen en un orificio en cuyo extremo habrá un receptáculo para procesarlo de la manera que se explicará luego.
Las personas entrarán por uno de los mosaicos de la esquina y caminarán en línea recta por los mosaicos que serían los que delimitan el cuadrado hasta llegar al extremo, donde girarán 90° hacia el lado que hayan mosaicos, pasarán al mosaico que está ahora delante suyo y girarán 90° en el mismo sentido que el giro anterior y caminarán en línea recta nuevamente, pasando por la línea de mosaicos paralela a la que transitaron antes, pero en sentido contrario, y así hasta llegar a la esquina contraria al mosaico por el que se entró en el tablero, por el otro extremo de la diagonal que formaría.
Los participantes entrarán uno atrás del otro hasta que todos estén en el tablero, uno en el primer cuadro, otro en el segundo, y así sucesivamente hasta que se llenen los casilleros con todos los participantes, que jugarán simultáneamente.
Todos los participantes deberán estar provistos de unos dispositivos en sus brazos, cintura y piernas, consistentes en cuchillas afiladas de unos 20 centímetros de largo y con el filo dispuesto hacia delante y perpendicular a los lugares en donde estén ubicados. En el pecho se colocará una punta del mismo largo, de manera que mantengan distancia y no se adelanten de su casillero.
Así, cuando todos los participantes se encuentren dentro del tablero, habrán tres filas y cuando empiecen a moverse según las reglas establecidas, cortarán a sus adversarios con las cuchillas (que es lo único que tendrán puesto) con la única posibilidad de agacharse unos 20 centímetros de su estatura normal, y salir cuando termine el tablero. En el caso que se desmaye debido a la falta de sangre, el juego se parará para sacar al perdedor, ya que sólo se puede jugar parado, porque hay que ocupar nada más que un casillero. Cuando un participante haya sido descalificado, todos se correrán para llenar el casillero vacante. Pasarán varias veces por el tablero hasta que salga el ganador, y cambiando el orden de manera aleatoria, según ordene el árbitro de acuerdo a las lesiones.
Ganará el juego el que quede parado en el tablero y además el que haya conservado el 80% del volumen total de su sangre (se podrá perder sólo un litro de sangre para ganar).
Durante el juego no se podrá emitir ningún tipo de gesticulación ni sonido, ya sea por dolor o para ejercer algún tipo de coacción psicológica sobre sus oponentes, so pena de cometer un foul técnico, cuyo castigo es la comisión de severos orificios en la arteria femoral con un taladro neumático, a cargo del médico oficial del partido.
El premio para el ganador consistirá en la devolución de la sangre perdida durante el juego (no antes ni después) y los cuidados médicos correspondientes a las heridas adquiridas en el juego (no se curarán las enfermedades o heridas preexistentes).
Los fluidos que queden en el receptáculo antes mencionado serán filtrados y oxigenados por maquinaria idónea a esos efectos para generar la cantidad de sangre suficiente para el ganador, que sólo será uno.
Los participantes deberán medir entre 1,5 y 1,7 metros, y pesar más de 50 kilogramos. Antes de jugar, se harán los análisis psicológicos, hematológicos, genealógicos y religiosos pertinentes a cada uno de los participantes, los que deberán ser óptimos.
Las categorías se dividirán por el tipo de sangre, por sexos y por edades (todo esto debido a las prestaciones del filtro y del purificador de sangre que, de más está decirlo, no hace milagros genéticos, es sólo un purificador y oxigenador artificial).
Ni la institución que realice este juego, ni los sponsors, ni siquiera el autor se hará responsable de la pérdida de valores, ya sea dinero, instrumentos de relojería, miembros inferiores, superiores y medios, ni tampoco por la muerte ni los gastos funerarios consecuentes.

TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS ©2006.

Sergio A. Iturbe


27/01/06

5.6.08

Trece


I

La curiosidad me puede. Nada que hacerle.
Eso de tener previstas ciertas formalidades para poder actuar de manera correcta me tiene sin cuidado. Lo puede decir cualquiera que me haya rozado, cualquiera que haya sido víctima de mis deslices manifiestos, algo así como lo contrario a un pánico escénico. Quizá una desinhibición sarcástica que se dispara ante las multitudes. Odio las multitudes.
Tiene algo de masoquismo, porque soy una persona esencialmente tímida. Cuando mi propia voluntad es la que dispara tales vociferaciones de desaprobación ante una estupidez manifiesta, me descubro, para mi recurrente asombro, falto de vergüenza. Los girasoles heliotrópicos –valga la redundancia- se concentran en cierta luz autónoma generadora de ridículo: siempre se dan vuelta para verme. Siempre.
Sic semper tyrannis.

Nunca miro al auditorio, nunca lo considero ni siquiera en calidad de interlocutor: sólo me limito a hablarle al que corresponda. Pero esta vez, no.
Estaba hablando, si mal no recuerdo, de lo que representaba la inexistencia del segundo viaje de Colón, a propósito de un absurdo de no-consecución numérica en Macedonio Fernández(1). El chiste está en saltar del uno al tres sin más. No es una crítica historiográfica. Idiotas.
Me di vuelta maquinalmente, como para corroborar cierta evasión activa, como una omisión de la generalidad heliotrópica (girar en sentido de la luz racional, malditos ilustrados). Toda su cara me miraba. Sus ojos no. Ni siquiera el consuelo de los ojos fugaces que por reflejo evaden el contacto. Nada. Se hubiera dicho que nunca me había mirado.
Considerando el desborde consuetudinario de su conducta, olvidé el resto de lo que iba a decir. Me senté en un acceso de automatismo jesuita, sin dejar de mirarla. De pie. Sentados. De pie. Sentados. Código binario. Sí, no.
Zapatillas blancas sin medias, jean celeste, remera blanca con alguna estúpida inscripción en inglés mal construido invitando a la reflexión.
Hasta ahora, nada raro.
Aunque su tez contrastaba con su remera, no dejaba de ser pálida. Su rostro era más pálido aún. Diríase que nunca había tomado sol, ni siquiera por reflejo hídrico. Blanco azulado. Thánatos.
Sólo veía la mitad exacta de su cara: la otra estaba oculta cuasiherméticamente detrás de su pelo negro. Aunque la densidad capilar era la normal, aumentaba en una actitud huérfana de naturalidad justamente en la mitad derecha de su cara. Su nariz oficiaba de terminación ergonómica, yuxtapuesta al pelo que caía en línea recta hacia abajo. Ningún intersticio atentaba contra el pudor de lo desconocido. Ni siquiera la sorprendía en un movimiento brusco que hiciera que el pelo se alejara lo suficiente de su piel como para denotar el hedor de esa ausencia.
Su mirada era penitente, como si estuviera condenada a mirar lo que su respiración flagelaba en el blanco absurdo de su cuaderno de apuntes.
Era la última en llegar y la primera en irse. Siempre. Nadie la conocía, no hablaba. Sólo se sentaba con su lapicera, golpeando esporádicamente y sin ritmo la superficie eternamente cándida de la hoja. De vez en cuando miraba hacia delante, y con miedo rencoroso volvía a la actitud acostumbrada. Huía del contacto, en todos sus géneros.
Ya en el colmo de mi incertidumbre, me prometí hablarle en cuanto viera el asomo más mínimo de cambio en su rutina. Como no hubiera esperanza de esto, obvié el requisito.
Esta vez, salió quince minutos antes. Al ver esto, agarré mis libros y cuadernos, y corrí detrás de ella. Parecía correr caminando. Todo en ella era reservado, su intención parecía la invisibilidad.
“Disculpame”, casi le grité. Creo que me escuchó, porque dio un imperceptible salto, pero siguió como si no existiera. Ni ella, ni yo. Corrí y la alcancé, interceptándola y poniéndome frente a ella, cara a cara. Al frenar para no chocarme, su pelo condescendió con la inercia, rozándome con cosquillas de crema de enjuague, aunque yo estaba de frente y no sirvió de nada. El pelo volvió adonde siempre.

II

Cuando habíamos caminado dos cuadras, ya me había acostumbrado a su olor, que me repugnaba en hálitos intermitentes y concomitantes al ir y venir de la brisa que se hacía autónoma e isócrona.
A medida que nos introducíamos en el microcentro, su incomodidad iba aumentando y ponía excusas para deshacerse de mi presencia. Sus excusas no tenían la calidad de una persona esquiva, por lo que no tenían éxito debido a su inverosimilitud.
Aunque adiviné sus intenciones, me empeciné en seguirla hasta su departamento, autoinvitándome a tomar un café. Por qué no.

III

Subimos ayudados por el ascensor, provisto, salvo en lo que concierne a la puerta, de espejos posibilitados por el acero inoxidable. Piso trece. Hice una broma con la Nada y con los edificios de Estados Unidos(2). Un no-lugar.
El departamento estaba limpio (cosa que puso al descubierto su excusa) y constaba de una cocina, un baño, una habitación y un living.-comedor. Todo, menos la cocina y el baño, tenía piso de madera.

IV

Menos mirarme, lo que sea.
No tardé mucho en acomodarme en un modesto sillón de cuero negro que no condecía con el estilo más bien minimalista del departamento en su conjunto. Un minimalismo por falta de muebles, más bien. Por defecto.
Estaba anocheciendo y la insté a que apagara la luz.
Se sentó a mi lado, en silencio.
Era una invitación, más que un silencio.
No sé describir la diferencia.
Comencé a conocer su lado derecho con la boca.
El pelo, la censura, ya no era tal. Era sólo pelo.
Metí la lengua en la cuenca vacía de su ojo derecho. El párpado no conservaba su convexidad, y caía más bien como un clítoris cutáneo. Logré llegar al fondo de la cavidad: era como una boca desfasada y delimitada por labios-pestañas. Al hacer algo de presión, empecé a jugar, llevando de un lado a otro lo que sería el remanente del nervio ocular, provocándole consecutivas convulsiones que arqueaban su cuerpo y hacían rechinar los resortes del sillón.
Había una dureza en el extremo del conducto, que se fue ablandando con el movimiento, mimetizándose, pasados unos minutos, con el contexto suave y aséptico de la cavidad en general.

V

Perseveré hasta que su respiración, otrora discreta y suave, se violentó.

VI

Nunca prendimos la luz.

VII

A mitad de la noche, me levanté a buscar agua a la heladera.
Ella dormía.
Escuchaba su respiración ir y venir a través del living.

VIII

Cuando abrí la heladera, pude escuchar el silencio.

IX

La luz de la heladera la iluminó a mi lado. Estaba parada, con el pelo recogido, ostentando una simetría algo más perfecta que la del hemiocultamiento.

X

Me desperté antes de que amaneciera y me fui, sin prender la luz.

XI

No me gustan las despedidas. Nunca me gustaron.

XII

Algo me molesta en la boca: es una pestaña.

XIV

Qué asco.


Sergio A. Iturbe
11/02/08

(1) El autor se refiere a “La nada de un viaje de Colón”, cito en Papeles de Reciénvenido, de Macedonio Fernández. Todo el libro está escrito en tono humorístico, por lo que parece irrisorio que un auditorio completo se empecine en otorgarle status historiográfico. Aunque a veces…
(2) Al ser Estados Unidos un pueblo sumamente supersticioso, los edificios suelen adolecer de la falta del piso decimotercero a fin de ahuyentar la mala suerte en la construcción y éxito inherentes. Podría estar esto emparentado con la nota 1 y ser el aporte del autor a “La continuación de la Nada” de M. F.

4.6.08

La clase de Filosofía o Cómo hacer que bancos azules profieran palabras articuladas con verbos y todo.


Y allí estábamos, escuchando las especulaciones respecto a la Teoría Corpuscularista de la Materia, aplicada a la formación de los colores. Era interesante escuchar lo que retrógrados pensadores de siglos anteriores pensaban sobre cosas acerca de las cuales sólo podían hacer teorías “altamente probables”.
Veíamos los esfuerzos sobrehumanos de la profesora para explicarnos la fenomenología óptica que producía en nosotros la idea de “azul’’, ejemplificada contingentemente por los bancos que casualmente eran azules. (No, en realidad tomo al azul por ser el color que tenían los bancos). Yo, mientras tanto, me divertía pensando en la indiferencia de los pobres pupitres frente a explicaciones de esta índole teórica que poco afectaba su existencia, salvando las vibraciones provocadas por la penetrante voz de histérica, solterona y cincuentona.
Y los bancos estaban ahí, silenciosos pero imponentes como lo suelen ser las cosas difíciles de explicar.
Era raro cómo todos estaban compenetrados escuchando las hormigueantes palabras de la catedrática, aun siendo tan distantes del sentido inmanente que poseían estas criaturas azuladas.
No encontraba la relación que había entre el “color azul’’ y su definición arcaica de “disposición tal de los corpúsculos constitutivos del objeto que su apariencia es de naturaleza azulada’’.
El abismo entre la cosa a justificar y la justificación se incrementaba en proporción geométrica a medida que las palabras discurrían por sus fauces intransigentes a la falta de correlato con la realidad, al menos con la aparente.
Lo razonable hubiera sido que dichos bancos se encontraran invadidos por la paz y tranquilidad propias de los seres que no poseen conciencia; y en definitiva nada impidió que así estuvieran. Lo trágico y descabellado fue que yo no los percibiera de esta manera tan idílica, tan indolora; aunque en realidad no era descabellado que una vez más viera las cosas de forma tan desprovista de eufemismos estéticos que sería la belleza retórica y la supuesta tendencia a la socialización.
Ahora tengo que contar cómo veía a estos inocentes artefactos domésticos, aunque para expresarme mejor debería decir que son artefactos propedéuticos...
Azules; los veía extremadamente azules, no se imaginan cómo. Este ‘’azulismo exacerbado’’ me provocaba auténtico miedo, el miedo que producen las cosas que no se conocen, máxime si la causa de esta ignorancia es una falencia pedagógica…
La comprensión de lo lejos que estaban esos azules de la concepción que tienen los intelectuales de ellos me provocó pánico: después de todo son ellos los que determinan lo que los pseudo-intelectuales de biblioteca deben entender por ‘’azul’’…
Y es natural que así sea: personas empecinadas en aprender o ‘’aprehender’’ la manera complicada de decir lo que vulgarmente y sin mayores artilugios dialécticos puede llamarse ‘’azul’’.
La tragedia se hacía inminente; pero guardé silencio en pro de la justicia que se merecen los seres inanimados y privados del “aliento de la vida’’, como decían los griegos presocráticos cuando el hablar por sí era metafórico, al menos mirándolos desde este lado de la historia.
Eran demasiado azules como para que permanecieran tan pasivos frente a tamañas insolencias intelectuales y agravios de naturaleza racista (también, aunque no lo crean, es posible discriminar a las cosas azules denegándole aptitud para defenderse por sí solas).
Y así fue: se hizo justicia…
Terminó la clase y todos volvieron a sus hogares.
Al otro día la profesora preguntó:
- ¿Quedó alguna duda de la clase anterior?
- No -respondieron.
- Entonces, ¿de qué color son los bancos en que están sentados?
- Somos azules…, muy azules- respondieron al unísono.

Sergio A. Iturbe