4.2.09

La inmoralidad de los parques


Lo que al principio despuntaba como un mero capricho -al menos a los ojos de su madre- se iba transformando en leit-motiv mientras avanzaba la persistencia de Alex, un niño de cinco años.
"Quiero un conejo glotón", vociferó de una vez y para siempre una mañana a despertarse.
Desde ese día -asistido por una cierta indolencia lógica que mutaba en absurda una frase perentoriamenteracional- se dejó llevar, sin sentir culpa, por esa marea aleatoria que presede a la vigilia.
Oficiando de preparativos, Alex se ocupó cinco largos años - los años son todos iguales, a excepción de cuando se espera- de cultivar frescos pastos de la variedad Carnifex Cuniculi para recibir lo que sabía que le regalarían un día u otro.
Uno podría pensar -y todos pensaban- que el animal en cuestión sería una justificación para lo que parecía una apoteosisde los necesariamente maniáticos cuidados botánicos.
Su madre gustaba -no encuentro otra respuesta- del sadismo premeditado de ver a las aves encerradas en delicadas jaulas doradas. Una especie de condervadurismo.
Muy distinto sucedía con los mamíferos, dotados de esa libertad de recorrer largas extensiones de parque.
Artrosis envidiosa de grandes velocidades y de aire libre, se entiende.
Esta señora, condescendiendo con esta larga agonía -el esperar de Alex- se agenció de un hermoso conejo blanco que regalaba un verdulero (de los que lucen una lapicera detrás de la oreja derecha) al ver la disminución que sufría la mercadería a la noche, cuando el local se cerraba y el animal lo habitaba con sus dientes.
Blanco, diríamos, aunque tanto sus orejas como su hocico estaban teñidos de un gris que lindaba con un elegante verde metalizado. Sus ojos, por otro lado aunque no muy lejos del hocico, eran de un color rojo, que dotaba a todo el bicho de una insensibilidad e intensidad tan patentes que sus tiernas actitudes se eclipsaban por estas características físicas. Estos rasgos superficiales, por lo demás, ayudaban a esta mujer en sus prejuicios específicos.
Al llegar a su casacon las bolsas del mercado y un conejo bajo el brazo, Alex, como previendoa su nueva mascota, miraba a través de la ventana que daba a la calle. Al notar esa suave bola de pelos, corrió por el pasillo que separaba el living -por cuya ventana miraba- de la ventana de patio interno y echó una mirada embebida de pasión hacia las verdes pasturas.
Esa pasión, que parecía fuera de lugar para el que lo viera cuidando de su jardín por años, fue amedrantada pòr una mueca que se dibujó en la comisura derecha de sus labios, manifestación de esa jovialidad que genera toda nueva mascota.
Luego de unos escasos aunque suficientes segundos de dicha contemplación, desanduvo el pasillo y logró llegar al sillón lindantecon la ventana del living para sentir el eternamente indiscreto sonido de la cerradura al ser penetrada por la llave.
Como suele ocurrir con toda dádiva, Alex corrió hacia su madre emulando una ya disuelta sorpresa, saltó como lo haría un venado perseguido y, abrazándola, mezquinó uno de los brazos que se apoyó violentamente sobre el conejo, que se estremeció al punto mostrando sus orejas.
-¡No puede ser! ¡Un conejo!- gritó, mientras levantaba al animal para examinarlo, quizá con la intención de poseerlo de algún modo.
Luego del escandaloso encuentro, Alex llevó al conejo a la galería que se yuxtaponía al jardín, apoyándolo en el piso y reteniéndolo con una mano. En ese momento, y en un rapto inverso de gestualidad, su alegre expresión se tornó oscura y sus labios temblaron.
En este punto, Alex soltó al animal que maquinalmente se dirigió hacia las venenosas pasturas.
¡Corre, corre!, gritó, y en ese momento comenzó a llorar su pérdida...

Sergio A. Iturbe
08/01/09

[Carnifex Cuniculi es una variedad inexistente de pasto que significa "Verdugo o asesino del conejo" en latín. La ingesta del mismo debe producir una muerte lenta y dolorosa, como se sobreentiende por su denominación y por la resignación del personaje principal al soltar al animal a su suerte. (Nota del autor)].

El fugitivo


Después del disparo, corrió en dirección contraria a toda lógica: hacia la azotea. Fea palabra. Hacia la terraza.
Pisoteó formularios y geranios de oficina, escaló los peldaños de a dos.
Se mareaba.
Pretendía el detello de luz en un laberinto de escaleras enceradas, graníticas, dálmatas.
Tres o cuatro patadas al picaporte y la luz que estalla. Seis de la tarde.
Corre a través del aislante refractario ostentando, con gracia, una flor chorreante. Una flor incrustada en su pecho.
Las gotas se desprenden, multiplicadas hacia su coagulación. Una felicidad indefinida.
Corre, corre. No siente su propia respiración.
La puerta, presa del viento, aplaude a la izquierda y aplaude a la derecha.
Por reflejo, por automatismo, da la vuelta y apunta con su arma al vacío ascensor, cuya puerta tartamudea pateando un cráneo. Una y otra vez niega el cuerpo inerte pertenecer a una ficción en la que no es protagonista.
El traqueteo de un helicóptero negro, casi un odradek arltiano extemporáneo, secuestra la atención del cadáver para atarla en el fugitivo.
Parado en una cornisa, prepara el minucioso final, la trillada maniobra...
Preso de cierta elucidación espectral, vuelve sobre sus pasos. Da la vuelta. Separa al cuerpo de una patada y la puerta corrediza se abre por completo. Apreta el luminoso botón "PB". La puerta se cierra y al rato se abre, proclamando un tenue vértigo. Sale. Saluda al portero.
"Qué vicioso", piensa éste mientas encera la entrada del edificio.

- No es vicio..., es Hollywood- grita el fugitivo, guiñándole un ojo en señal de envejecimiento.

Sergio A. Iturbe

[La autoría de la imagen corresponde a Andy Warhol y se llama "Suicide"].