26.8.09

La conmoción de los cerdos

Te levantás. No. No te levantás. Abrís los ojos, primero. Estás en una cama hecha de sábanas blancas. La prolijidad de los pliegues y la ausencia sospechosa de arrugas complotan para estallar en una incertidumbre que hiela tu sudor inexistente. Tenés frío, de repente.
¿Sabés cómo te llamás?
Eso es grave. Deberías saberlo, es el rudimento más básico de toda identidad...
Pero, en fin, no importa. Digamos que no importa.
Mirás a la derecha. No sabés tu nombre, pero al menos sabés que la derecha es la mano con la que escribís, a menos que seas zurdo y todo sea una puta mentira.
Mirás a lo que decidís que es la derecha. Ves lo que podría ser el estereotipo de silla. Más allá, en la pared, una ventana que muestra un cielo celeste y vacío. No ves nada más que el color celeste sin profundidad, sin referencia, sin interrupción.
Al frente tuyo, una puerta blanca. Otro estereotipo. Paredes blancas. Estereotipo. Picaporte, estereotipo.
Esperás, que es lo que se hace cuando no se hace nada.
Esperás, que es lo que se hace siempre.
No sabrías decir cuánto esperás, de la misma manera que el celeste inmaculado que muestra la ventana no te deja saber si estás en un tercer piso, en un vigésimo piso, en ningún piso.
Mirás al piso, no vaya a ser cosa que no esté.
Te encontrás con el estereotipo de un piso, color blanco, para más señas.
Casi que llegás a la conclusión de que todo estereotipo es blanco.
Casi, pero no.
Te mirás una mano, la que decidiste que es la derecha.
Te mirás la otra. Sí, la izquierda.
Vas aprendiendo, parece.
Simetría. Iguales, pero distintas. Sí, eso es la simetría. Muy bien. Hacés de cuenta que entendés lo que estás pensando.
Bostezás. Por un lapso incierto sentís que se te tapan los oídos. En el mismo momento escuchás un ruido en la puerta. Sí, un ruido en la puerta blanca. En el estereotipo de puerta, sí. Escuchás un ruido. No es otro ruido, es el mismo de recién que reverbera.
Se abre la puerta. Ves a una persona perfectamente enmarcada en el quicio de la puerta. Estás viendo. Acordate de que estás viendo todo.
No podés distinguir la textura de su vestimenta, por lo que dudás si es un saco blanco o un guardapolvo.
Se mantiene en la puerta, sin que notes el más leve síntoma de movimiento. Sabés que te mira porque lo decidiste cuando abrió la puerta. Antes, incluso.
Sigue en la puerta. Sabés que te mira. Mirás la prolijidad de tus sábanas. De las sábanas. Sigue en la puerta. La prolijidad. La puerta. Prolijidad. Puerta. Prolijidad puerta prolijidad puerta prolijidad.
Suficiente.
No está más en la puerta. Ahora está tapándote la ventana que decidiste a la derecha.
Mirás su cara, pero tus ojos se van directamente a su frente opaca. Ves una inscripción en su frente.
Claramente, y como si las letras pudieran hablar, dice: "FINAL DE LA FICCIÓN".

Pero eso no es lo peor...
¿Sabés qué es lo peor?
Lo peor es que te lo creés, imbécil.

Sergio A. Iturbe
26/08/09

17.8.09

El libro

Mi nombre es Alejandro De la Fuente. Soy escritor.
En mis asiduos paseos por la calle Dean Funes, leí en un libro -cuyo nombre no recuerdo- acerca de un ejemplar bastante particular que andaba dando vueltas por la ciudad.
El libro en cuestión tenía tapas duras, negras, y el título en blanco que decía "El libro".
Según la contratapa donde leí esa información -lugar donde es peligroso buscarla- el ejemplar constaba de una hoja de cortesía más gruesa que las interiores, luego una hoja que evocaba el título; y en la siguiente página venía a residir el contenido de todo el libro. Su argumento, aunque bastante pobre, era perfectamente cerrado, sin embargo: se trataba de un escritor que paseaba por una calle atestada de librerías donde leía, en la contratapa de un libro, que existía un libro muy peculiar de tapas duras cuyo contenido se limitaba a una sola hoja. Este escritor, consumido por un deseo irrefenable de tenerlo en su biblioteca, lo busca incansablemente por todas las librerías de la ciudad y luego lo manda a pedir al exterior.
Sus esfuerzos, es previsible, son en vano: no lo encuentra nunca.
Al final, en la última frase -dice la contratapa- se descubre la razón por la que no lo encuentra.
¡La puta madre! Haber leído ese argumento tan sencillo me da ganas de tenerlo.
Recorro, luego de leer esa contratapa, todas las librerías de la ciudad. No lo encuentro. Lo pido al extranjero: Nada.
Una luz, como una clarividencia omnisciente, me hace entender la razón de mi fracaso.
Es que, claro, todavía no lo he escrito.

Sergio A. Iturbe
16/02/09