28.10.10

La morgue


La gente habla de la insensibilidad de los médicos, nos llama carniceros, sepultureros, sádicos, violadores de anestesiados.

La vida moderna se ha encargado de tapiar la muerte mediante pedantes casas de sepelios, autos encerados, pastos verdes, flores pestilentes.

Cuando la muerte no era parte de mi oficio, cuando no había desvestido este concepto, viajando en el Mercedes negro de la pompa, viendo los álamos que corrían al costado de la ruta. Un policía que nos detenía para que encendiéramos las luces de posición, el horror que significó comunicarles que éramos parte de la procesión. Sigan, sigan, disculpen, qué desconsideración, no respetan ni a los muertos.

La misma percepción del tiempo se anula, todo ese día, el velar los restos, contrastar las cruces con las conversaciones heréticas, el café aguado, azucarado, la cama de rigor, las miradas que dirigían los asistentes hacia los más allegados. Terminadas las exequias, no se puede más que denostar la insensibilidad del mundo que, aparentemente, sigue su curso.

Ahora que lo recuerdo, no puedo más que situarlo en un lugar onírico, presente constantemente. Cuando recuerdo a mi abuelo, por ejemplo, no tarda en llegar la imagen de su cara maquillada, sus labios pegados con un poderoso adhesivo de contacto. Parece dormido, sí. Si se lo pusiera en el cajón como viene, con los ojos abiertos, el maxilar gigantescamente extendido, las mejillas amoratadas del lado en que se dio la cabeza al caer después del paro cardiorrespiratorio habría que ver si parece dormido. Nada más lejos.

Nosotros, los forenses, sabemos cómo es la muerte sin sordina. Eso te lo puedo decir.

Al igual que los médicos deciden cuándo se muere, nosotros decidimos cómo. Y no es un decir.

Cuando me nombraron Director de la Morgue Judicial, todavía no había desempeñado ningún cargo vinculado a la medicina forense, aunque los cadáveres ya eran percibidos por mí como muñecos, los mismos que utilizábamos en las prácticas en la Facultad de Medicina.

Para sentirme el responsable de todo eso, de todas esas camillas de acero inoxidable, de los piletones atestados de cuerpos grises, de las heladeras de nitrógeno líquido, tuve que tomar las llaves, comprar mi capuchino de rigor y mis tres medialunas saladas y encerrarme acompañado del ruido de los tubos fluorescentes, que es una clase de silencio.

Cerré con llave, bajé las escaleras que se encontraban inmediatamente cruzaba la puerta de entrada –porque las morgues se encuentran, por lo general, en los subsuelos, y, muchas veces, sobre Neonatología-, y me ubiqué en mi despacho, apoyando primero el vaso y después las medialunas. Di la vuelta al escritorio, que guardaba un lógico parentesco con las camillas, y me senté a desayunar. Desde ese lugar, mientras tragaba la espuma de mi capuchino, se podía ver una interminable fila de camillas atornilladas al piso. La camilla que más cerca estaba de mi escritorio era la que sostenía la amoladora, la cortadora, el separador muscular, los bisturís. Todos estos elementos estaban investidos de una deliberada falta de higiene, por lo que algunos instrumentos conservaban sangre y pelos de diversos colores y formas. Recordé un consejo de mi abuelo, que nunca pude ejercitar, de guardar la navaja con sangre. En este momento veo la sonrisa de conmiseración que me devolvió por toda respuesta cuando le pregunté cómo hacía si la sangre no salía naturalmente.

Las tareas eran más bien rutinarias, dentro de las actividades relativamente exóticas que representaba la profesión para el común de los mortales.

Quizá lo único que nos pesaba, a mí y a los forenses a mi cargo, era la identificación de cadáveres. Más que la identificación eran las reacciones de los familiares ante el espectáculo de la mutilación de un niño, la violación de un bebé, entre otros sucesos menos felices.

La rutina del reconocimiento de cadáveres era un ritual, más que una rutina. En una habitación apartada del resto de los cuerpos, camillas y piletones, alguno de los médicos de la morgue llevaba a los familiares, corría la sábana hasta debajo del cuello, sin hacer ninguna mueca, a lo que luego se pasaba a cerrar la puerta, dejándolos solos. Los que identificaban afirmativamente los cadáveres, se quedaban un tiempo prudencial, chillando, desgarrándose, convulsionando, vomitando. El tiempo terminaba cuando no se escuchaba nada más desde afuera. Por lo general, cuando entrábamos, habían dos cuerpos: un cadáver en la camilla y un desvanecido en el piso.

Cuando va a pasar algo, siempre siento algo al salir de mi casa, en el momento en que huelo el aire, a la intemperie. Ese día no sentí nada.

Al llegar al trabajo, con mi capuchino y mis tres medialunas, me encontré con un señor que tendría unos treinta y cinco años. Me pidió, casi de rodillas, entrar para identificar un cuerpo. Casi me tira el café a la mierda. Hacía dos semanas que no encontraba a su mujer, y las características del cuerpo que había entrado de madrugada eran similares a las del cuerpo que buscaba. Le dije que se tranquilizara, que tenía que llenar unos formularios antes que se hiciera nada. Cada día había que contar los cadáveres, archivar los papeles de los identificados, agregar los NN de la madrugada. Eso no se lo dije, claro.

Con mi secretario, que también era forense como todos los que estábamos ahí, dispusimos el cadáver en el centro de la habitación de reconocimiento. El cadáver estaba realmente deteriorado, ya que lo habían encontrado en la rivera de un río. Una de las piernas, aunque conservaba una forma medianamente femenina, estaba prácticamente descarnada. El olor era insoportable.

Lo hicimos entrar.

Corrí la sábana.

Cerré la puerta.

No escuché nada, salvo un gemido.

Llegó una mujer, en el momento que iba a entrar en la habitación a sacar al hombre. En el momento en que agarraba el picaporte. Mi marido, me dice. Qué marido, le digo. Mi marido, me dijeron que estaba acá. Espere un momento, ya le digo.

Entro en la habitación, veo esta situación que el aire de la mañana no me había vaticinado.

Disculpe, ya sale, le digo.

Qué hace ahí, me pregunta.

Despidiéndose, respondo.

¿Despidiéndose?, me frunce el seño.

Sí, despidiéndose, respondo, y hago las comillas con las manos, al momento que le alcanzo un café y le pregunto el nombre, casi naturalmente, para hacer tiempo.

Es que no había terminado, el pobre hombre.

2 comentarios:

Gilda Lilian Berger dijo...

Eeeeeh, culiauuuuu, moooy bueno!
El capuchino y las medialunas saladas: el punto más alto del relato.
Brindo por los saberes acerca de la muerte sin sordina.
Beso.

me llaman Flor dijo...

Recién ahora pude leerlo. Impactante.
Algo que se espera de tus cuentos. Me gusta, me gusta sumado al conjunto de nuevos cuentos, me gusta para el libro. Ohhh, sí.

PD: lo de las medialunas saladas y el capuccino es muy bueno, como ya te dijeron.
PD: hay una cosa que no entendí del argumento, después te pregunto.