13.7.10

Parkinson


Me di cuenta de su enfermedad, paradójicamente, una vez que caí en cama por una gripe, recuerdo.
Me despertó de una pesadilla provocada por la fiebre, me abrazó, y luego me dio una bandeja de madera que portaba un café con leche y medialunas.
Era invierno, pero el calor que sentía era insoportable. Debajo de las muchas frazadas yacía mi cuerpo sudoroso y temblequeante. El frío, sin embargo, me atornillaba las articulaciones ni bien trataba de despegarme las sábanas.
Cuando se alejó de mí para buscar la bandeja, que había puesto en la mesa de luz para no tirar las cosas al despertarme, noté un leve esfuerzo de ella para lograr sostener el equilibrio. Me extrañó en una persona con pulso de neurocirujano.
A partir de ese momento, todo empezó a empeorar. Llegó un punto en el que todos sus miembros comenzaron a retraerse sobre sí mismos, como pasa con las arañas muertas.
Su columna se arqueó como un fósforo consumido.
Su mentón se apretaba con fuerza contra el hombro derecho.
Después de que hablé con el médico, estuvimos preparados para la más perfecta enfermedad, diseñada para destruir progresiva y minuciosamente el sistema nervioso: temblor en reposo, ausencia de expresión facial, marcha característica, flexión anterior del tronco, rigidez y debilidad muscular, incontinencia, terminando en un lento paro cardiorrespiratorio por rigidez del músculo diafragma.
Uno a uno los síntomas fueron sucediéndose. Los espasmos de dolor eran insoportables, y eso que sólo los escuchábamos. Los gritos que emite una persona con esta enfermedad son muy particulares: suenan como si alguien le estuviera tapando la boca, ya que por la rigidez de los músculos faciales terminan apretando la mandíbula, no pudiendo emitir más que sonidos guturales bastante aleatorios.
Según el médico, estar en esa etapa de la enfermedad es como notar la rigidez muscular originada por un susto muy grande. Aunque de manera permanente.
El descanso, me decía, es una formalidad. No existe el descanso para una persona con esa enfermedad, me decía. Condenada a la vigilia. Dolor permanente.
Yo dormía en una habitación más apartada, hasta que tuve que moverme a la del lado. Para ayudar.
En la etapa más álgida de su enfermedad, cuando ya no podía mejorar sino en una nada sin sufrimiento, seguía durmiendo en la cama matrimonial con mi padre. Con el tiempo, la porción de colchón que ocupaba ella fue aceptando su ergonomía alterada. Se podía ver, cuando la luz estaba prendida, un hueco en la mitad de la cama, un círculo de ochenta centímetros de diámetro. Un hundimiento. Ese círculo era la marca que dejaba su cuerpo encorvado. En los alrededores de la figura se solían ver manchas rojas o anaranjadas. Azuladas, algunas. Vómitos y emanaciones de los medicamentos. Relajante muscular. Mesilato de benzotropina.
Una noche, a la madrugada, el volumen de los gritos aumentó. Me desperté y corrí a la habitación adlátere. Abrí la puerta.
Mi padre, para evitar inconvenientes, había atado los brazos y piernas de mi madre a las puntas de la cama. Para ello, se había valido de numerosos cintos de cuero. Entré en el momento en que mi padre eyaculaba sobre las rugosidades que dejaba la atrofia muscular en la piel, a la altura de la rodilla medio flexionada. Mi madre trató, inútilmente, de soltarse. Marcas de color violáceas, degradando en rosa, en sus muñecas y tobillos. Había un pedazo de mierda en el vértice que generaban las piernas atadas. Una parte de la leche había caído en la mierda, también.
No dije nada.
Qué iba a decir.
Al tiempo nos dimos cuenta de que estaba embarazada. Saqué la cuenta y supe que había asistido a la concepción.
La rigidez se sostenía. Una araña muerta.
Sobre que no podía hablar, el daño neurológico empezó a actuar sobre el razonamiento. Sonaba como una homilía. En latín.
Aunque no entendíamos, nos llegaba algo en el tono, en la cadencia, en esa manifestación tan visceral de sufrimiento. No se escuchaba como sufrimiento, pero sabíamos que era sufrimiento.
Mátenme, creí escuchar una vez entre balbuceos.
A veces es difícil obedecer a los padres.
Al año siguiente empezó el trabajo de parto. Optamos por sacar al chico de la misma manera como había entrado: le atamos los pies y las manos a cada punta de la cama. De otra manera, la contracción muscular no hubiera dejado despejar la zona afectada.
Cuando salió la cabeza, en medio de vociferaciones horrendas, uno de los cintos que sostenía la mano derecha se rajó, yéndose directamente hacia la cabeza del bebé. No tardaron en romperse también las otras cintas sujetadoras.
La tarea era imposible. El bebé, mi hermano, estaba muriendo.
Ante esa situación, el médico ordenó la amputación inmediata de los cuatro miembros. Los gritos que efectuó, cuando la sierra eléctrica empezó a hacer su trabajo, no diferían en mucho de los gritos a que estábamos acostumbrados. Escénicamente, eso sí, era distinto. Algo más espectacular. Las sábanas eran blancas.
Pensamos, correctamente, que el dolor no sería descabelladamente mayor. De hecho, el médico decía que para una paciente con esta enfermedad, era un alivio librarse de sus miembros, ya que la tensión hace insoportable el músculo más chico e insignificante.
La lengua, me decía el doctor, termina corroyendo la parte superior del paladar. Tanta es la fuerza de la contracción.
Sólo así pudo nacer mi hermano. Los miembros amputados de mi madre estuvieron largas horas luego del nacimiento. Estaban distribuidos en varias bolsas de supermercado en la cocina, hasta que un camión de Recolección de Residuos Patógenos pasó a buscarlas. Yo entregué la bolsa como quien le da ropa al tintorero.Nunca más se habló del tema, aunque uno llegaba a recordarlo cuando veía esa masa informe reposando en la cama, arqueada como un feto, mutilada como un fiambre.
A las regurgitaciones de los medicamentos, a la mierda que se derramaba por el pañal para adultos se les sumaban, ahora, las frecuentes manchas de sangre coagulada que manaban de los muñones.
Los gritos, hay que decirlo, disminuyeron a partir del momento de las amputaciones. Una noche, escuché nuevamente un leve elevamiento en el tono. Como siempre, me levanté a ver qué pasaba. Para ayudar.
Corrí hacia la habitación contigua. Pude ver que mi padre seguía haciendo de las suyas, aunque estaba a oscuras. La luz entraba desde el hall de distribución. Ataduras, muñones, mierda, sangre, leche.
Me indigné. Prendí la luz. Esta vez tenía algo que decir. Avanzando hacia la cabecera de la cama, saqué a mi padre de encima de mi madre, tirándolo al piso. Luego grité:

- ¡Basta, hijo de mil putas! ¿No ves que es un torso indefenso?

Mi madre, como alegrándose, frunció el gesto deforme de su rostro hasta esbozar lo que parecía un estremecimiento. Mientras acariciaba su húmeda frente supe que, pese a mi interrupción, el orgasmo era inminente.
No dije nada.
Qué iba a decir.

Sergio A. Iturbe
13/07/10

[Este cuento, salvando leves detalles, está basado en una historia tan familiar como real. El dibujo está inspirado en este cuento y su autor es Amadeo Aizenberg].