18.1.11

La profecía

“Ante la asfixia, lo primero que hace la víctima es sacarse los zapatos.
Después patalea convulsivamente durante el transcurso
de tres a cinco minutos. Quince minutos, los cuerpos
más livianos. Los menos afortunados.” (Informe forense).

Todo empezó con una frase insignificante. No le presté atención, no inmediatamente, cuando lo dijo, sino que más bien diría que no podría recordarlo si no fuera por el eco que generan todas las frases cortas después de un silencio largo.
Los voy a matar. Así lo dijo, mirándome. Luego cerró los párpados lentamente y ya no me miraba cuando volvió a abrirlos. Miraba a mis padres.
Después me miró de nuevo. Sonrió con dulzura.
Se fue.
Olvidé el asunto como se olvida el recuerdo de un sueño.

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A la semana mis padres murieron.
Bah, a la semana… Murieron al otro día, sólo que los encontré una semana después.
Ahorcados.
Llegué a la casa. En la reja había una cantidad excesiva de folletos enrollados en los firuletes, en el picaporte y hasta debajo de la puerta. Algunos sobresalían como guirnaldas.
Toqué la puerta y no atendió nadie. Sorprendió la capa de tierra que opacaba el vidrio.
Es que mi madre era muy cuidadosa con la limpieza. Como todas las madres.
Abrí con la copia de la llave y los encontré balanceándose en la viga del living, lo que primero se mira al entrar a la casa. Al frente de la puerta de entrada.
Murieron con los zapatos puestos, justo como no hay que morir.
No voy a redundar en otras percepciones concernientes a los detalles que derivan de ver a los propios padres podridos y colgados de la viga de living, una semana después de sus muertes. No hace falta.

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Los de la Policía Científica dijeron, básicamente, que habría que recurrir a un deus ex machina para explicar cómo habían llegado ahí. O por qué.
Decían que era como si hubieran nacido en ese lugar, colgando. No había ninguna marca, ninguna sobra material de los preparativos: ni de la colocación de las sogas, ni del movimiento de sillas, ni marcas en la tierra sobre la viga. No hay propósito, dijeron.
La hago corta, de una vez: nunca se supo cómo habían llegado ahí, cómo habían podido conservar los zapatos puestos después de ser ahorcados. Eso no pasa nunca.

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Hace ya unos años de eso.
Hoy paseaba por el mercado de abasto. Estaba lleno de gente, de comerciantes, de clientes. En el medio del tumulto alguien pasó tan rápido que no logré ver su cara.
Te voy a matar, dijo.
Giré la cabeza para verlo, pero la gente ya lo había tragado y escupido lejos.

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Después de cerrar la puerta con llave me di cuenta de que no traía ninguna de las bolsas del mercado.
Me senté en el escritorio y me saqué los zapatos.
Es que estaba agitado y me faltaba el aire.
Por eso.

Sergio A. Iturbe
18/01/11

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