23.2.11

El escuadrón


Hubo una vez en que un escuadrón entero tomó por asalto una aldea ubicada en el medio del bosque.
Se diría que, aunque estuvieron de acuerdo en atribuirle una existencia, lo cierto es que para los mapas era completamente invisible. Algo así como una invisibilidad deliberada que resultó en principio sospechosa para los soldados, aunque después decidieron hacer lo mismo que hacían con lo que encontraban con un mínimo atisbo de vida: destruirlo, exista o no exista. Da igual.
Entonces los soldados se preparan, sus ojos detrás de las miras, calzadas sus bayonetas. El plan es entrar al mismo tiempo en todas las casas, reventar las puertas y entrar con un grito que inhiba toda reacción, cualquier reflejo.
Dada la orden, una seña que parece un grito más que una seña silenciosa, cada uno de los soldados asignados al asalto patea la puerta que tiene en frente. Quince puertas que suenan como cinco enciclopedias al caer al piso.
Entran.
No hay luz, lo que parece la consecuencia inevitable de que ninguna chimenea emana humo.
Se escuchan quince chillidos desesperados que disfrazan de sala de parto a toda la aldea.
No se escucha ningún disparo.
Un tiempo después, y creo que es demasiado tiempo después, los soldados empiezan a salir de las cabañas.
Salen como sonámbulos. Se miran entre sí, pero no, no se miran. Son miradas que se apilan encima de otras como se apoya un fusil en un árbol.
Los llantos siguen sonando dentro de las cabañas, en tanto que los ecos resuenan en el bosque. Dejan sus armas en el piso, primero apoyando la culata y después dejándolo caer del todo.
Algunos tapan sus ojos con las manos y emiten un gemido gutural como el del que no sabe llorar o llora por primera vez.
Ahora se escucha algo en el bosque, el ruido de hojas secas pisadas con cuidado, pisadas que se acercan.
Los soldados conservan las manos en los ojos y creen mirar hacia el bosque en el mismo momento en que el ruido termina, dando lugar a un silbido que se distingue de los sollozos persistentes. Un silbido seco y corto como un disparo irrumpe entre los árboles.
Sólo en ese instante, cuando se hace un silencio que más que silencio parece una piedra, los acribillan a todos los soldados a balazos.
Mientras los cadáveres humean en la tierra regada de sangre, los sollozos comienzan de nuevo.
Se oyen ramas que se quiebran cuidadosamente, como quien no quiere hacer ruido. Los pasos pisan hojas secas, pero esta vez se alejan entre los árboles.

Sergio A. Iturbe
23/02/11

2 comentarios:

me llaman Flor dijo...

Un ruido como el de alguien que no quiere hacer ruido...
Muy bueno Checho, distinto, un ambiente muy turbio, me estremeció.

Anónimo dijo...

De Puta Madre!