19.7.11

Eva


Es evidente que los hoteles son para las trampas y para los complots. Para la intimidad silenciosa, nada mejor que un monoambiente.

Está bien que en este momento reposa en su sillón, uno de tres cuerpos, viendo la televisión que relampaguea en su cara, dándole una tonalidad que nadie aseguraría de que es azul.

Parece ser un departamento lúgubre, de esos a los que le entra poca luz. Ventanas chicas y pocas. Olor a heladera de soltero, esa humedad de hongos mezclada con la acidez de la descomposición.

Volvemos al sillón, desde donde puede acceder a la heladera sin levantarse, y lo vemos regado de lo que parecen papas fritas. Alguna mancha que, contrastada con el color del tapizado, nos depara una incertidumbre acerca de la naturaleza de la sustancia derramada. Ese color disfraza de ocre, a lo sumo de un tono más oscuro, todo lo que cae en él.

La televisión muestra, por medio de un locutor oficial que nació anacrónico, la imagen de Eva Duarte de Perón dando el famoso último discurso en el que se desvanece en los brazos de su esposo, que sonríe y toma su cabeza como quien consuela el llanto de un niño encaprichado con algo inminente. A la imagen clásica le sigue la de la peregrinación masiva para dar la despedida a los restos de la líder, la gente que camina maquinalmente hacia el ataúd de cristal blindado. La ausencia del General.

Pero eso es la introducción. Las imágenes muestran un matiz enrarecido de los eventos. Mientras se refriega en su sillón, mientras se hunde en las aureolas aceitosas del tapizado, mientras juega con un trozo de goma espuma anaranjada que sobresale de uno de los almohadones, comprende que en ese enrarecimiento hay una música de fondo. Es un conjunto incierto de violines que van ascendiendo lentamente. Si uno abstrae las imágenes, el sonido nos predispone a anticipar que el asesino está pronto a aparecer, que los planos cortos y los travelings lentos desembocarán en la aparición de la monstruosidad. Pero no.

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Sólo más imágenes de Evita y los violines de fondo. El locutor anacrónico.

En su izquierda, el vaso de rigor. Sin hielo. Titila en dorados sucios. Herrumbrados. Le da un trago, que no encuentra lugar y chorrea a través de su mejilla. Se limpia con la manga de la bata. Una bata con las mangas deshilachadas, que cuelgan como un anillo lo haría de una cadenita de plata.. Tiene sandalias de cuero reseco. Los ojos que brillan un cuadrado esférico intermitente.

Estira la mano derecha que no sostiene un cigarrillo y sí una mano blanca y delicada. O parece que la acaricia, con leves vaivenes rítmicos. Se diría que el ritmo es el de la pantalla. Pero no.

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El final, después de la lentitud, se precipita con un vértigo insospechado. Lo que pasa es que una agencia de inteligencia internacional descubre el refugio donde anida el ladrón del cadáver de Evita, que descansa todavía en el sillón, con su cara apoyada inverosímilmente contra el respaldar. Los miembros de su cuerpo embalsamado ya tienen nuevas articulaciones que la asemejan a un muñeco de madera hecho por un fabricante de muebles. Como toscos. La madera es tan blanca que parece violeta. Podría tener algún resto de comida, alguna suciedad. Pero no.

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Las fuerzas parapoliciales se apuran y reducen al delincuente, mientras todavía las imágenes de Evita parpadean en la pantalla. Lo esposan y se lo llevan de los pelos, mientras arrastra los pies en zigzag. Las sandalias yacen en el piso, al lado del sillón. La claridad irrumpe en la habitación y muere sólo cuando queda vacía. La momia de Evita recostada en el sillón, ya desierto. Su mirada vacía no parece mirar al televisor apagado. El vidrio del tubo refleja una sombra que opaca la nueva claridad que entra cuando se entorna la puerta con un chirrido agudo que no es siniestro. Es como un ruido de utilería. Nada serio. Unos pasos alrededor del sillón y dos botas de cuero y pantalones camuflados, como los de Infantería. Una mano temblequeante parece acomodarse la bragueta, alguna incomodidad. Una incomodidad leve porque los movimientos no son bruscos. Roza su cinturón. Luego da la vuelta al sillón nuevamente, la puerta se cierra y la pantalla deja de reflejar el sol. Parece haberse quedado sola, al fin. Parece, pero no.


[Este cuento no habría podido escribirse sin la participación de José Platzeck, con quien prontamente tomaremos las riendas del cortometraje denominado "Mario, el gorila"].