14.10.11

La primera te la regalan


¿Dónde puta están esos bares
donde te meten pastillas en el trago,
 dónde la filantropía es alucinación?
 Decime, abuela, dónde carajo
 te drogan el porrón.  (Anónimo).

Y el viejo que jamás tomó más de un vaso de vino te dice que la primera te la regalan. No sabe que te venden la primera, la segunda y también la que no te dan.
Y parece que tanto reírse de estas apreciaciones termina pasando que una gota transparente, inocua como el agua misma, cae sin ruido ni sospechas en un vaso de whisky con hielo.
            Mientras mira su vaso, tambaleante pero todavía consciente, se pregunta -es lo último que se pregunta- si tomar whisky en ayunas se ha vuelto tan inspirador. Y después ve flashes, luces, camisas desprendidas y mojadas de transpiración que se sacuden al ritmo de la música electrónica. Y después una chica con rasgos masculinos, muy femenina ella, se acerca a su sillón y le coloca una pierna desnuda en el medio de su campo visual.
            Y después de eso, nada.
            Aunque lo que se dice nada, nada, no.

****************

            La primera sensación con la que se despertó fue con un mareo, cosa que coaguló su intento de erguirse en donde yacía. Y no pudo porque estaba atado. Cuando abrió los ojos, o cuando intentó hacerlo, se encontró con un sabor entre salado y dulzón, no ya con una imagen.
            Y después de ese sabor, que ya conocía bien, una figura humana que se recortaba invertida contra los reflectores, descargando toda su leche en la cavidad semicerrada de su boca. Después una arcada y el semen que se derrama por la comisura de los labios y después por el cuello hasta la sábana oscura.
            Y un gemido bestial, como de orco.
            No pasa nada, es lo primero que escucha y que suena a falacia. Trata de deshacerse de la sustancia coloidal que se adhiere a su garganta, pero vuelve una y otra y otra vez hasta que tiene que tragarla. Un hilo áspero conecta la rugosidad de su lengua con las secreciones que ya han llegado a su estómago.
            Y cuando empieza a desvanecerse el dulzor amargo, aparece una reminiscencia: el whisky que no recuerda haber terminado/las piernas cruzadas/el jueguito de seguir el ritmo de la música con el hielo del whisky.
            La chica de las piernas, la del bar, le acaba de descargar todo su semen en la boca. Recuerda y resignifica los rasgos masculinos que había notado.
            Vos, dice.
            Yo, responde la chica de las piernas. Sonríe de un solo lado de la cara. Es una sonrisa entre tierna y libidinosa.
            Da vuelta la cabeza y un mechón de su pelo se le adhiere en el cuello, donde el semen se seca dejando una costra entre flexible y quebradiza. Una sustancia fría que dejó de ser tibia.
            Considera sus extremidades, estira las piernas, abre las manos y las cierra como probando su corporalidad. Gira la cabeza y puede ver otros cuerpos, inmóviles, acostados en unas camillas de parto, con las piernas muy abiertas. La mitad inferior desnuda/atados con esposas/camillas de parto.
            Y trata de levantar la cabeza, si pensaba que estaba en una cama. Pero puede ver sus propias piernas, abiertas, atadas, como los cuerpos cercanos. A través del vértice que forman sus propias piernas, pasa la chica de las piernas. Le tira una mirada, se detiene casi sin dejar de caminar y sigue.
            Vuelve con una erección desproporcionada con sus piernas descomunales, perfectas. Una pollera negra de cuero que brilla con los reflectores. La verga, aunque erecta, pendulea, superando los límites de la pollera. Con las manos se la estimula y venas azuladas adquieren características épicas.
            Agarra un frasco, abre la tapa y saca una crema -violácea pero transparente- y se la unta.
            En la camilla, ya resignado, deja de ver esos preparativos y fija su mirada desenfocada en un reflector. Unos insectos indefinidos juegan a asarse vivos.
            El reflector desaparece y una silueta se interpone. Es ella. La de las piernas. Uno de sus muslos roza su brazo y la piel se siente más fría y plástica que el cuero de su pollera. La chica de las piernas saca un sobre de nylon de un bolsillo de su campera. Un polvo que parece bicarbonato.
            Tomá, dice.
            Te juro que lo preferís, sigue.
            No, hablemos, responde. Por favor. No.
            Hablamos después de que te lo tomes, dale, abrí la boquita, dice estirando uno de sus brazos para buscar un vaso demasiado limpio con agua hasta la mitad.
            No vamos a hablar, estoy seguro.
            No sólo hablando se entienden los cuerpos, y le da el vaso, se lo coloca en la boca. El polvo hace espuma y emana un olor parecido al amoníaco.
            La cabeza, luego de beber, cae sobre la camilla y lo último que ve es a la chica de las piernas que deja el vaso al lado de un bisturí que brilla como una virgen inmaculada.

10/10/11

11.10.11

Los vecinos

Era el vecino que siempre miraba lo que hacían los otros. Los de al lado, los del frente, los que viven en diagonal.
La pareja del frente era a la que prestaba más atención por el simple hecho que se veían particularmente infelices.
Había algo con el bebé, ya que a veces salían temprano en el auto y después volvían solos. La sillita vacía.
El vecino, obviamente, sabía cuándo sacar la reposera, cuándo mirar las caras apesadumbradas.
Las lágrimas de la madre le deleitaban en particular.
Cuando el padre entraba el auto miraba por el espejo retrovisor por si viene algún intruso. Siempre, religiosamente, la cara risueña del vecino, husmeando en la intimidad.
Un día, los padres llegaron más tarde de lo habitual. La madre bajó del auto particularmente contrariada y se metió rápido en la casa. El padre accionó el control remoto del portón y entró el auto, mirando por el retrovisor. La carita del vecino, sonriente, se manifestaba con un esplendor inusitado.
Si bien el portón estaba a medio abrirse, prendió el auto, puso reversa y arrancó el marco, frenando el baúl justo antes de la reposera del viejo que ya había dejado de sonreír.
El padre se baja rápidamente del auto y da la vuelta al auto para abrir el baúl violentamente.
Adentro, un cajoncito blanco reluce al reflejar las luces de la calle.
Alza el cajón, lo abre temblorosamente y se lo pone en la falda del viejo.


-Está muerto, hijo de mil putas. Reíte ahora, que te quiero ver de cerca. Dale, que tengo muchas ganas de verte riendo, la concha de tu madre.


11/10/11

El crimen

Siempre le había temido a los criminales callejeros. Teme principalmente los cuchillos, las navajas, las sevillanas. No sabría qué hacer si alguien le mostrara un arma con filo.
Sin embargo, para su propia seguridad, lleva siempre consigo una punta que antes era cuchillo.
En la oscuridad de la noche, en el callejón que debe cruzar para llegar a su casa, cree ver el destello de una hoja afilada en la mano de alguien desconocido que se recorta en un cielo claro, esperando debajo de una escalera.
Rápidamente saca la punta del mango rojo -que nadie sabe que tiene- y corre en sentido contrario.
Corre cuadras y más cuadras, hasta que el cansancio lo hace resbalarse y caer sobre su brazo hábil.
Al día siguiente, a los pocos minutos de haber amanecido, encuentran un cadáver apuñalado en la calle.
Pese a que la policía busca al culpable, jamás dan con las huellas dactilares que encuentran en el arma asesina.
Las cosas que con más razón demuestran que el crimen es premeditado son las siglas que encuentran en el arma.
Sobre el mango rojo, reluciente, brillan tres letras doradas que coinciden con el nombre de la víctima.

11/10/11