17.1.12

El incidente

    "Te veré de nuevo. Lo sé. Bajo la cascada”. (Yukio Mishima).

    Por alguna extraña razón tuve la desafortunada oportunidad de escuchar sus últimas palabras.
    Está claro que a las últimas palabras de una persona siempre las envuelve un halo de misterio que muy frecuentemente deriva en un vaticinio que todos se encargan de ver cumplido, por más descabelladas y herméticas que sean.
    No bien ocurrió el accidente me eché toda la culpa, aunque sólo fui el agente pasivo de circunstancias fortuitas.
    Me desempeñaba como piloto de helicóptero y mi función era transportar al gobernador cada dos días a diversos lugares fuera de la ciudad.
    Una vez, lejos de lo acostumbrado, piloteé el helicóptero para llevar un paquete cerrado que iba dirigido a un intendente del interior. Como iba a hacer muchos kilómetros sin compañía, invité a un amigo que gustaba de toda cosa que volara. Es así como quedamos en encontrarnos en el helipuerto de la casa de gobierno, lugar al que llegó tarde por una fiebre de su hijo recién nacido. Aunque demoró media hora más de lo que habíamos acordado, pudimos salir a la hora estipulada.
    El accidente tuvo lugar en el aterrizaje de ida y en un momento pensé que las pérdidas iban a ser materiales, solamente.
    A causa de una falla del aparataje de medición del viento –aunque había sido debidamente chequeado según las normas- no pude ver que en el instante del aterrizaje se levantaba un viento cruzado que no pude manejar manualmente debido al tamaño excesivo del helicóptero. Éste se inclinó hacia la derecha y la hélice mayor quedó enterrada en el pasto aledaño a la pista. El motor, aunque trabado, hacía un ruido infernal que me aturdía incluso con los auriculares todavía puestos. Podría haber accionado la palanca de emergencia para desactivar el sistema eléctrico, sí, pero en vez de preocuparme por el aparato me ocupé de sacar a Carlos de la cabina, ya que el helicóptero estaba acostado de su lado y él estaba inconsciente.
    Cuando logré rescatarlo, lo ubiqué lo más lejos que pude del helicóptero, aunque la distancia no fue la suficiente porque yo tenía una fractura expuesta del fémur derecho. El motor seguía rugiendo y movía la gigantesca máquina lentamente.
    Pensé que había rescatado su cuerpo, pero todavía no sabía si estaba vivo o muerto porque no reaccionaba a mis gritos ni a mis golpes. Ahí es cuando el rotor principal  se despegó de la tierra donde estaba semienterrado haciendo un ruido de metal doblado. La hélice posterior descendió hasta donde estaba el cuerpo de mi amigo, seccionando su cuerpo inconsciente a cuarenta y cinco grados a la altura del abdomen. Yo lo sostenía del torso y puedo jurar que nunca voy a olvidar el sonido que produjo la sección de su cuerpo. Ahí fue cuando supe que no estaba inconsciente, motivo por el cual abrió los ojos como preso de un placer muy intenso. Después me miró y, mientras la sombra de la hélice proyectaba una intermitencia de sol sobre su cara, me dijo, no sé si debido al delirio de la agonía por desangramiento, que ya nos veríamos. Que nos veríamos de nuevo debajo de un sol artificial, literalmente.
    Después murió, con las vísceras desparramadas en el pasto seco, luego de lo cual el motor se apagó para siempre como si ya hubiera cumplido su función. Los ojos se le apagaron lentamente y dejó caer la cabeza sobre mis brazos ensangrentados.
    Todavía recuerdo el lunar, ubicado por arriba de los labios, en el centro exacto debajo de la nariz, donde hubiera estado el bigote si no se lo hubiera afeitado todas las mañanas. Ese lunar, combinado con los ojos oscuros, generaba una sensación muy extraña. Se formaba un triángulo que permeaba a cualquiera al que dirigiera la mirada.
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Muchos años después me encontraba en una dependencia de la Fuerza Aérea revalidando la licencia de piloto. Luego de hablar con la empleada de administración, giré y me llevé por delante a un chico, casi un adolescente, que esperaba ser atendido detrás de mí. Le pedí disculpas maquinalmente como quien cumple un requisito ridículo e indeseable. No te preocupes, no va a ser la primera ni la última vez, me respondió. Ahí es cuando lo miro y veo el lunar, simétricamente dispuesto debajo de la nariz donde debiera estar un bigote ahora ausente. Sonríe y yo me alejo alienado. Cuando recuerdo el triángulo de la mirada perentoria de su padre antes de morir, doy la vuelta y sigue parado en el medio de la sala de espera, debajo de un ventilador de techo. Ya no sonríe.
    La sombra de las aspas proyecta una intermitencia de la luz del fluorescente en su cara, lo que me hace recordar el olor de las vísceras de su padre.

12.1.12

Ellas

    No voy a decir que tuve un tiempo razonable para acostumbrarme a ellas, pero lo cierto es que llegó un momento en que las consideraba una compañía. Y esto es extraño si se considera que para que algo pueda denominarse compañía debe exceder ciertas dimensiones.
    El nido principal estaba en uno de los vértices de la bañera, a la izquierda de la pared de donde salía la grifería. Caminaban a lo largo de la bañera, pasaban por detrás del inodoro, doblaban en la puerta y atravesaban el pasillo por la junta de los mosaicos. Después se bifurcaban: unas se perdían a un costado de la heladera y otras seguían por el zócalo que llegaba hasta el patio.
    Aunque nunca fui obsesivo con la limpieza –odio el anonimato de las cosas pulcras- tuve que condescender con ella. Para que el recorrido siguiera su curso, nada era más eficaz que la limpieza.
    Hasta que un día alguien me dijo algo que no comprendí pero que asumí como un deber: debía matarlas. Esta persona asumía que eran indeseables y me obligó a matarlas. Yo las quería conmigo y entendí que debía matarlas. Temía que en algún momento se fueran, ya que el flujo comenzó a disminuir. Necesitaba cristalizar su compañía. Creí que seres tan diminutos no podían ser presa de un líquido aparentemente tan inocuo y transparente. Vertí el contenido del envase en el vértice de la bañera y el tránsito se aceleró. Corrían en dos hileras en sentido contrario, se chocaban, se rozaban y seguían su camino. La velocidad se incrementó y después casi que se detuvieron.
    Dejé esta visión y me acosté.
    Al otro día escuché un silencio más profundo que el habitual. El silencio que se escucha cuando no hay movimiento. Todo el recorrido estaba marcado con puntos negros, como cenizas.
    Ahora las tengo para siempre. Inmóviles, eternas. Y no corren el riesgo de estar solas. Ya no.

[Dedicado a S.D.M.].

5.1.12

Había una mujer...


Había una mujer estéril rodeada de muñecos. Al principio no le hizo caso a la explosión que se oyó afuera. Después se cortó la luz y siguió imperturbable.
Después se cortó la luz y vio el resplandor.
Ahora sigue sentada en el sillón, rodeada de los muñecos. Muñecos en la biblioteca, en el piso, en la bañera.
El fuego ilumina el costado derecho de su cara. El lado izquierdo podría no existir, pero mira hacia la ventana y toda su cara resplandece.
            Una sirena suena a lo lejos, pero se va acercando como el fuego que a esta altura ya entibia el departamento.
            Los vidrios crujen, pero todavía no se rompen.
            Luego, un rumor acelerado aparece en la proximidad de la puerta. Un silencio y la cerradura que estalla al ser pateada por un rescatista.
            -Primero salven a mis hijos- y mira al bombero a través de la máscara de oxígeno, que es lo mismo que verse en un espejo convexo.
Pero no, la salvan a ella y los muñecos arden muy rápido, dejando una pasta de plástico y tela que mucho después sigue chillando entre los escombros.
           

El regreso a casa


            Sube al auto y dice llevame a mi casa, hijo de puta. Arrastra las palabras hasta hacerlas incomprensibles. El auto arranca y el conductor no dice nada. Dale, pedazo de mierda, llevame a mi casa.
            En la radio suena un disco que el pasajero conoce bien. Un tema sucede a otro y sí, es el disco que conoce muy bien. El estéreo muestra dos luces azules que se sacuden al ritmo del auto.
            Mi casa, llevame a mi casa. Y el conductor nunca dice nada. Sólo conduce.
            Contestame, la concha de tu madre. Y el conductor sigue sin decir nada.
            Tomá, mierda, y el pasajero vomita todo lo que contiene su estómago. Vomita una y otra vez. El disco sigue sonando. El disco que el pasajero conoce bien.
            Y mira las dos luces azules que se hacen nítidas hasta convertirse en su equipo de música, el que se ubica al frente de su cama. Suena una música familiar. Las sábanas vomitadas, el piso vomitado, la mesa de luz vomitada. Se limpia la boca con la almohada. Todavía está mareado.
            En ese momento se abre la puerta de su habitación, y es el chofer –sólo ve su nuca anónima- que le avisa que ya llegaron. Y que el viaje cuesta el dinero exacto que tiene en su billetera, monedas más, monedas menos.

[Dedicado a Ramiro Martínez].