12.1.12

Ellas

    No voy a decir que tuve un tiempo razonable para acostumbrarme a ellas, pero lo cierto es que llegó un momento en que las consideraba una compañía. Y esto es extraño si se considera que para que algo pueda denominarse compañía debe exceder ciertas dimensiones.
    El nido principal estaba en uno de los vértices de la bañera, a la izquierda de la pared de donde salía la grifería. Caminaban a lo largo de la bañera, pasaban por detrás del inodoro, doblaban en la puerta y atravesaban el pasillo por la junta de los mosaicos. Después se bifurcaban: unas se perdían a un costado de la heladera y otras seguían por el zócalo que llegaba hasta el patio.
    Aunque nunca fui obsesivo con la limpieza –odio el anonimato de las cosas pulcras- tuve que condescender con ella. Para que el recorrido siguiera su curso, nada era más eficaz que la limpieza.
    Hasta que un día alguien me dijo algo que no comprendí pero que asumí como un deber: debía matarlas. Esta persona asumía que eran indeseables y me obligó a matarlas. Yo las quería conmigo y entendí que debía matarlas. Temía que en algún momento se fueran, ya que el flujo comenzó a disminuir. Necesitaba cristalizar su compañía. Creí que seres tan diminutos no podían ser presa de un líquido aparentemente tan inocuo y transparente. Vertí el contenido del envase en el vértice de la bañera y el tránsito se aceleró. Corrían en dos hileras en sentido contrario, se chocaban, se rozaban y seguían su camino. La velocidad se incrementó y después casi que se detuvieron.
    Dejé esta visión y me acosté.
    Al otro día escuché un silencio más profundo que el habitual. El silencio que se escucha cuando no hay movimiento. Todo el recorrido estaba marcado con puntos negros, como cenizas.
    Ahora las tengo para siempre. Inmóviles, eternas. Y no corren el riesgo de estar solas. Ya no.

[Dedicado a S.D.M.].

1 comentario:

Fonético Filantrópico dijo...

Inmóviles, ahora las tengo para siempre.
Eternas, y no corren el peligro de estar solas.
Ya no.