Después de mudarnos
tuvimos una hija a la que llamamos de una forma que pretendo conjurar en este
momento. Ninguna conjura mejor que el silencio, pero voy a nombrarla: Brisa.
Dicen que los nombres
escriben cierto destino, determinan tanto la longevidad como lo efímero de una
existencia. Éste es el caso. Cuando fui al cementerio, meses después, vi que
había varias tumbas llamadas Brisa. Es el nombre que le ponen a los bebés que
nacen muertos o los que mueren al nacer. Por lo efímero.
El barrio al que nos
mudamos era nuevo y tenía problemas con la iluminación. Cuando oscurecía prendíamos velas en toda la casa. Recordaba la escena del bebé al final de La gran aldea y
alejaba lo más que podía las velas de la cuna. Para evitar la evocación de esa
imagen elegí sacarlas de la habitación.
Un día, al salir de mi
casa para ver la calle a oscuras, me encontré con el vecino. Habló de hurtos, de unos disparos y de que tenía un perro.
Uno que ladraba, mordía y mataba, llegado el momento. Le hice caso y compré uno
a la semana. A los tres meses era un perro grande que ya se había comido
íntegra la pata de una silla de algarrobo. Mientras le mostraba las pocas
astillas que habían quedado en el piso le grité que no, que no lo hiciera más.
Era un perro que gruñía
cuando pasaba un auto, cuando pasaba gente, cuando el viento chocaba contra las
ventanas. Y cuando le decían no.
Un día volví a casa y
tengo que decir que el living parecía una catedral medieval.
Entré en la habitación
oscura, palpando los muebles. Cuando puse un pie entre la cuna y la cama, la
suela se adhirió al piso como si alguien hubiera tirado algo dulce. Pateé algo
que parecía un zapato. Se me erizó la piel, sentí una gota de transpiración
fría en la sien.
Di la vuelta, tratando
de no pisar nada, y escuché que alguien abría la puerta. Me apuré a
salir de la habitación intentando conservar el equilibrio. Me fallaron las
piernas y apoyé la rodilla en el piso. Cuando me levanté sentí que estaba
húmeda y fría. La luz de las velas entraba desde el living y mi sombra impedía
que pudiera ver la cuna. Corrí hacia donde entraba la madre y la abracé temblando.
Me preguntó qué pasaba abriendo los ojos, suplicando que no le respondiera.
Nada, nada, le dije mientras empezaba a llorar.
Después trata de
escapar, zafa de la presión con la que la sostenía. A ella también le fallan
las piernas y se abraza a las mías. Cuando la levanto, su cuerpo es un peso
muerto que mira mi rodilla como si se estuviera quedando dormida. Corre a la
habitación y yo la agarro con toda la fuerza que puedo.
No entrés, le digo con
voz temblorosa. Por favor.
No, no, no, dice ella. Entre
la cama y la cuna, tapado por dos sombras que tiemblan, se escucha un gruñido.
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