7.5.12

Brisa


Después de mudarnos tuvimos una hija a la que llamamos de una forma que pretendo conjurar en este momento. Ninguna conjura mejor que el silencio, pero voy a nombrarla: Brisa.
Dicen que los nombres escriben cierto destino, determinan tanto la longevidad como lo efímero de una existencia. Éste es el caso. Cuando fui al cementerio, meses después, vi que había varias tumbas llamadas Brisa. Es el nombre que le ponen a los bebés que nacen muertos o los que mueren al nacer. Por lo efímero.
El barrio al que nos mudamos era nuevo y tenía problemas con la iluminación. Cuando oscurecía prendíamos velas en toda la casa. Recordaba la escena del bebé al final de La gran aldea y alejaba lo más que podía las velas de la cuna. Para evitar la evocación de esa imagen elegí sacarlas de la habitación.
Un día, al salir de mi casa para ver la calle a oscuras, me encontré con el vecino. Habló de hurtos, de unos disparos y de que tenía un perro. Uno que ladraba, mordía y mataba, llegado el momento. Le hice caso y compré uno a la semana. A los tres meses era un perro grande que ya se había comido íntegra la pata de una silla de algarrobo. Mientras le mostraba las pocas astillas que habían quedado en el piso le grité que no, que no lo hiciera más.
Era un perro que gruñía cuando pasaba un auto, cuando pasaba gente, cuando el viento chocaba contra las ventanas. Y cuando le decían no.
Un día volví a casa y tengo que decir que el living parecía una catedral medieval.
Entré en la habitación oscura, palpando los muebles. Cuando puse un pie entre la cuna y la cama, la suela se adhirió al piso como si alguien hubiera tirado algo dulce. Pateé algo que parecía un zapato. Se me erizó la piel, sentí una gota de transpiración fría en la sien.
Di la vuelta, tratando de no pisar nada, y escuché que alguien abría la puerta. Me apuré a salir de la habitación intentando conservar el equilibrio. Me fallaron las piernas y apoyé la rodilla en el piso. Cuando me levanté sentí que estaba húmeda y fría. La luz de las velas entraba desde el living y mi sombra impedía que pudiera ver la cuna. Corrí hacia donde entraba la madre y la abracé temblando. Me preguntó qué pasaba abriendo los ojos, suplicando que no le respondiera. Nada, nada, le dije mientras empezaba a llorar.
Después trata de escapar, zafa de la presión con la que la sostenía. A ella también le fallan las piernas y se abraza a las mías. Cuando la levanto, su cuerpo es un peso muerto que mira mi rodilla como si se estuviera quedando dormida. Corre a la habitación y yo la agarro con toda la fuerza que puedo.
No entrés, le digo con voz temblorosa. Por favor.
No, no, no, dice ella. Entre la cama y la cuna, tapado por dos sombras que tiemblan, se escucha un gruñido.

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