El
viejo lo levantaba todas las mañanas con el desayuno. Siempre lo mismo: una
mezcla medio rara de leche, chocolate y mate cocido. Nunca le dijo de qué
estaba hecho, siempre le decía que era secreto. Pero lo de la yerba lo dedujo
por unos palitos que quedaron flotando alguna vez en la taza. Levantate, che,
que está el desayuno, decía, y prendía la luz de la habitación.
Esa
mañana estaba en algún lugar y toda la rutina diaria se sucedió sin la menor
interrupción. En un momento pensó en la normalidad, esa cosa tan horrorosa, y le
dio frío. Ese frío que hace cruzar los brazos y encoger los hombros, como volviendo
a una posición fetal, o a la oscuridad silenciosa de la cama, o a la proximidad
de un calefactor.
Llegó
a casa y su madre le dijo que había algo que crecía en la cabeza del viejo y que
tenían que operar. Que extirpar, dijo.
Fue
una operación de doce horas y la anestesia no era total. El tipo tenía que
estar despierto y lo hacían hablar mientras operaban. Le hacían contar hasta
diez. O decir su nombre y su dirección. Cosas cotidianas. Respondió todas las
preguntas con exactitud telegráfica. El tono siempre el mismo. El tiempo y el
volumen, también.
A
las dos semanas ya estaba en su casa. Tenía una venda en la cabeza y se quedaba
en la cama, haciendo el reposo recomendado por el médico. Después de un tiempo
ya se levantaba a la misma hora de siempre y preparaba el desayuno. La primera
vez que levantó a su hijo después del reposo, un lunes, éste ni reparó en la
rareza de tener el desayuno preparado. No se dio cuenta hasta que vio la taza,
donde había leche fría, sin azúcar, sin nada. Sacada de la heladera. En
invierno. Cuando lo miró para buscar alguna respuesta, algo, el viejo miraba la
alacena. Viejo, le dijo. Qué. Está frío esto. Sí, claro, respondió.
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Se pasaba horas leyendo. Horas y horas con la mirada fija en
la misma página. Una vez empezó a reírse y su hijo le pidió que leyera. Y leyó
en voz alta, un poco exageradamente, una escena de unos tipos que ponen
mercadería en el carro de un caballo hasta que no puede avanzar de lo pesado
que está. Y le pegan para que avance, pero el caballo ni se mueve. Hasta le
pegan latigazos en los ojos. Y le pegan hasta que lo matan y queda ahí, tirado
de costado con todas las cosas que había en el carro desparramadas un poco en
la calle y un poco en las ancas.
***********
Una noche, después de hablar con su madre, estaba desvelado y
pensaba en su padre. Manoteó un libro de la mesa de luz y se puso a leer. Leyó
una escena parecida a la que había escuchado hacía poco. Un caballo que no
puede con la carga que le pusieron en el carro y muere a palazos. Esta vez la
descripción se detenía en la mierda que dejaba escurrir su esfínter distraído
por los golpes y también hablaba del vapor que le salía del hocico, que primero
salía furiosamente, que parecía tierra. Y después no había más vapor porque se
había muerto. Con los ojos abiertos. La descripción decía algo así como que los
ojos muertos mostraban, por fin, la merecida tranquilidad de los cuerpos que
han trabajado toda su vida.
***********
Hemorragia interna, dijo el veterinario. Se sabía que no
había vidrio en el tracto digestivo, pero no la causa exacta de su muerte.
***********
Llegó más temprano a su casa y antes
de bajar del auto creyó ver a su padre mirando por la ventana del living. Cuando
entró, uno de los vidrios tenía una aureola empañada. El viejo estaba sentado
en un sillón, mirando fijamente una página. No le pidió que leyera en voz alta
ni le preguntó por qué se reía.
***********
A la noche sufrió de nuevo de
insomnio. La luz del living estaba apagada y no se veía más que un resplandor
azulado que emanaba de la ventana que daba al patio. Pasó a la cocina y prendió
la luz del extractor para no encandilarse. La luz se disparó oblicua,
iluminando unos pantalones de gabardina que eran los de su padre, que se
mantenía mirando un punto fijo de la alacena. Es tarde, papá. Andá a acostarte.
Sí, claro, le respondió.
***********
Antes de tomar la leche fría del desayuno salió al patio. El
perro estaba muerto, pero parecía dormido. Salvo por la temperatura. Cuando
estaba desechando el plato donde comía, con los restos de alimento balanceado,
vio un pedazo de carne atravesado por un vidrio casi invisible. A través de la
ventana vio a su padre que entraba en la cocina y se paraba frente a la alacena
y miraba un punto fijo.
***********
Esa noche fue la última vez que lo
vieron. La madre lo despertó y él pensaba que estaba el desayuno. Pero no. Le
preguntaba dónde estaba papá. No se había acostado. Fue inmediatamente a la
cocina, a fijarse en el último lugar donde lo había visto. Miró el punto que
siempre miraba su padre como buscando una huella, un indicio. Pero no, sólo se
veía una marca, un nudo que tenía un color más oscuro que el del resto de la
madera.
***********
Un día se
levantó más temprano y encontró la ventana de la cocina abierta. La cortina
flameaba chocándose contra el cristalero. En la mesa había una taza. Fue a
tomarla, sabía que se encontraría con la leche fría, sola, sin nada, la que él
le preparaba para el desayuno después de la operación. Creyó con todas sus
fuerzas, se lo imaginaba en algún lado, esperando aparecer el día menos
pensado. Perdido entre la gente en una peatonal, anónimo. Miró la taza de nuevo
y la probó. Era leche fría, sola, sin nada. Se la terminó en dos tragos. El
viento le dio en la espalda y sintió un escalofrío.
***********
Ella se
había desvelado media hora antes que él. Venía con el café instantáneo en la
mano, desenroscando la tapa. Te tomaste la leche sola, le dijo. Sí, claro, le respondió.
Y cerró la ventana y puso la taza vacía en la mesada. En un momento pensó en
darse vuelta y mirar la mancha de la alacena, no recordaba haberla visto antes.
Se quedó un rato mirándola y se preguntó quién era. ¿Tengo que despertar a mi
hijo o mi padre tiene que despertarme a mí?, puede haber sido lo que se preguntó.
Siguió mirando la marca de la alacena aunque vio que alguien lo miraba desde el
jardín. Después dio media vuelta, se puso el saco y salió a la calle. No
volvió, como ya se ha dicho.
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