25.6.12

La leyenda del que se fue y no volvió más


El viejo lo levantaba todas las mañanas con el desayuno. Siempre lo mismo: una mezcla medio rara de leche, chocolate y mate cocido. Nunca le dijo de qué estaba hecho, siempre le decía que era secreto. Pero lo de la yerba lo dedujo por unos palitos que quedaron flotando alguna vez en la taza. Levantate, che, que está el desayuno, decía, y prendía la luz de la habitación.
Esa mañana estaba en algún lugar y toda la rutina diaria se sucedió sin la menor interrupción. En un momento pensó en la normalidad, esa cosa tan horrorosa, y le dio frío. Ese frío que hace cruzar los brazos y encoger los hombros, como volviendo a una posición fetal, o a la oscuridad silenciosa de la cama, o a la proximidad de un calefactor.
Llegó a casa y su madre le dijo que había algo que crecía en la cabeza del viejo y que tenían que operar. Que extirpar, dijo.
Fue una operación de doce horas y la anestesia no era total. El tipo tenía que estar despierto y lo hacían hablar mientras operaban. Le hacían contar hasta diez. O decir su nombre y su dirección. Cosas cotidianas. Respondió todas las preguntas con exactitud telegráfica. El tono siempre el mismo. El tiempo y el volumen, también.
A las dos semanas ya estaba en su casa. Tenía una venda en la cabeza y se quedaba en la cama, haciendo el reposo recomendado por el médico. Después de un tiempo ya se levantaba a la misma hora de siempre y preparaba el desayuno. La primera vez que levantó a su hijo después del reposo, un lunes, éste ni reparó en la rareza de tener el desayuno preparado. No se dio cuenta hasta que vio la taza, donde había leche fría, sin azúcar, sin nada. Sacada de la heladera. En invierno. Cuando lo miró para buscar alguna respuesta, algo, el viejo miraba la alacena. Viejo, le dijo. Qué. Está frío esto. Sí, claro, respondió.
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Se pasaba horas leyendo. Horas y horas con la mirada fija en la misma página. Una vez empezó a reírse y su hijo le pidió que leyera. Y leyó en voz alta, un poco exageradamente, una escena de unos tipos que ponen mercadería en el carro de un caballo hasta que no puede avanzar de lo pesado que está. Y le pegan para que avance, pero el caballo ni se mueve. Hasta le pegan latigazos en los ojos. Y le pegan hasta que lo matan y queda ahí, tirado de costado con todas las cosas que había en el carro desparramadas un poco en la calle y un poco en las ancas.
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Una noche, después de hablar con su madre, estaba desvelado y pensaba en su padre. Manoteó un libro de la mesa de luz y se puso a leer. Leyó una escena parecida a la que había escuchado hacía poco. Un caballo que no puede con la carga que le pusieron en el carro y muere a palazos. Esta vez la descripción se detenía en la mierda que dejaba escurrir su esfínter distraído por los golpes y también hablaba del vapor que le salía del hocico, que primero salía furiosamente, que parecía tierra. Y después no había más vapor porque se había muerto. Con los ojos abiertos. La descripción decía algo así como que los ojos muertos mostraban, por fin, la merecida tranquilidad de los cuerpos que han trabajado toda su vida.
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Hemorragia interna, dijo el veterinario. Se sabía que no había vidrio en el tracto digestivo, pero no la causa exacta de su muerte.
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            Llegó más temprano a su casa y antes de bajar del auto creyó ver a su padre mirando por la ventana del living. Cuando entró, uno de los vidrios tenía una aureola empañada. El viejo estaba sentado en un sillón, mirando fijamente una página. No le pidió que leyera en voz alta ni le preguntó por qué se reía.
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            A la noche sufrió de nuevo de insomnio. La luz del living estaba apagada y no se veía más que un resplandor azulado que emanaba de la ventana que daba al patio. Pasó a la cocina y prendió la luz del extractor para no encandilarse. La luz se disparó oblicua, iluminando unos pantalones de gabardina que eran los de su padre, que se mantenía mirando un punto fijo de la alacena. Es tarde, papá. Andá a acostarte. Sí, claro, le respondió.
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Antes de tomar la leche fría del desayuno salió al patio. El perro estaba muerto, pero parecía dormido. Salvo por la temperatura. Cuando estaba desechando el plato donde comía, con los restos de alimento balanceado, vio un pedazo de carne atravesado por un vidrio casi invisible. A través de la ventana vio a su padre que entraba en la cocina y se paraba frente a la alacena y miraba un punto fijo.
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            Esa noche fue la última vez que lo vieron. La madre lo despertó y él pensaba que estaba el desayuno. Pero no. Le preguntaba dónde estaba papá. No se había acostado. Fue inmediatamente a la cocina, a fijarse en el último lugar donde lo había visto. Miró el punto que siempre miraba su padre como buscando una huella, un indicio. Pero no, sólo se veía una marca, un nudo que tenía un color más oscuro que el del resto de la madera.
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Un día se levantó más temprano y encontró la ventana de la cocina abierta. La cortina flameaba chocándose contra el cristalero. En la mesa había una taza. Fue a tomarla, sabía que se encontraría con la leche fría, sola, sin nada, la que él le preparaba para el desayuno después de la operación. Creyó con todas sus fuerzas, se lo imaginaba en algún lado, esperando aparecer el día menos pensado. Perdido entre la gente en una peatonal, anónimo. Miró la taza de nuevo y la probó. Era leche fría, sola, sin nada. Se la terminó en dos tragos. El viento le dio en la espalda y sintió un escalofrío.
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Ella se había desvelado media hora antes que él. Venía con el café instantáneo en la mano, desenroscando la tapa. Te tomaste la leche sola, le dijo. Sí, claro, le respondió. Y cerró la ventana y puso la taza vacía en la mesada. En un momento pensó en darse vuelta y mirar la mancha de la alacena, no recordaba haberla visto antes. Se quedó un rato mirándola y se preguntó quién era. ¿Tengo que despertar a mi hijo o mi padre tiene que despertarme a mí?, puede haber sido lo que se preguntó. Siguió mirando la marca de la alacena aunque vio que alguien lo miraba desde el jardín. Después dio media vuelta, se puso el saco y salió a la calle. No volvió, como ya se ha dicho.

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