14.12.12

Disculpá que no me levante a saludar

La historia empieza bien, como suelen empezar estas historias.
Digamos que él fue siempre una promesa, o eso le hicieron creer a partir de ciertas aptitudes que se encargaba de fingir muy bien.
En el colegio fue poco más que brillante y supo incluso tres años antes de terminarlo que su certidumbre con respecto a su futura carrera era valedera. Toda su familia, viendo esto, se encargó de tapiar literalmente su escritorio con códigos civiles, penales y constituciones de muchos países.
Pero no sólo eso.
Veía a la chica más linda de todas, la miraba unos días: los movimientos, la ropa, cómo caminaba. Después se acercaba, le decía algo estúpido pero minuciosamente pensado y listo. Así pasó en la escuela, en el colegio y en la facultad.
La que conoció en esta última estaba predestinada a ser constitucionalista desde antes de nacer, digamos que incluso desde antes de la primera constitución: diez generaciones de abogados encumbrados; los dos primeros por mérito durante la colonia, el resto por portación de apellido.
Pero era linda, además, y esto fue lo único que hizo que la mirara durante unos días y que, al final, se acercara. Siempre ignoró su genealogía.
La primera vez que ella lo invitó a su departamento, el motivo estaba muy claro.
Llegó de la facultad a su casa, se bañó, se puso ropa menos formal, agarró las llaves del auto y se fue. No se puso perfume.
Según los peritajes, el sistema electrónico de emergencia no funcionó, y los frenos dejaron de andar en el último segundo de inercia, lo que hizo que el auto avanzara lentamente hacia las vías y que el tren partiera el auto en dos, arrastrando la parte delantera unos doscientos metros.
La parte de la cabina -ya sin la parte del motor y del tren delantero- terminó siendo el receptáculo de su cuerpo, cuyas heridas no hicieron que perdiera el conocimiento en ningún momento, lamentablemente.
Inútil fue el intento de los bomberos, media hora después, por separar los pedazos de motor de los pedazos de piernas amputadas, de la misma manera que fue inútil desoír los gritos de dolor durante media hora después de que alguien pudo escucharlos.
El corte se efectuó a la altura de la mitad del fémur, pero para evitar infecciones y demás complicaciones lo tuvieron que extender veinte centímetros más arriba.
La relación con esta chica no había ido tan lejos como para que ella tuviera que ir a visitarlo al hospital, por lo que su ausencia en este contexto no lo sorprendió. Recibió los mensajes de rigor, pero no más que eso.
El primer mes después de que volvió a la facultad tuvo mucha más asistencia de la necesaria, lo que hizo que se sintiera un cuadripléjico. 
Las muestras de afecto de la chica estaban a un paso de ser horror, por lo que las sonrisas que le dirigía mezclaban dosis iguales de falsedad y conmiseración, al punto que llegó a pensar que esas miradas no se debían diferenciar en nada de las sonrisas de los parientes que entran a visitar a un enfermo terminal en estado de consciencia.
Como era de esperarse, la chica fue alejándose imperceptiblemente del chico de la silla de ruedas y acercándose al chico que subía las escaleras de a dos escalones.
Un día, el chico que andaba a pie se llevó por delante uno de los caños de la silla de ruedas y suelta un mecánico "perdón" y después se da vuelta a mirarlo. Lo saluda como si nada hubiera pasado. Otro día estaba sentado en los bancos que rodean el pasillo de la facultad y ve pasar la silla de ruedas hacia el aula de la planta baja. El de la silla saluda haciendo un gesto con la cabeza que más que saludo parece un asentimiento. El otro, al ver el gesto, se levanta y le dice en un tono enrarecido que espere, que quería pararse para saludarlo, que qué falta de respeto. El de la silla lo mira como quien entendió un chiste dirigido inequívocamente hacia él.
El que va caminando no tarda en verse paseando de la mano con la chica en cuestión, lo que termina de confirmar lo que era inevitable.
A la semana, el de la silla va al departamento de la chica sin avisar. Esta vez no va en auto y no consta el móvil que utilizó para los fines. La puerta del edificio estaba abierta, por lo que subió los siete pisos, rueda hacia la puerta del departamento B y toca el timbre. No alcanza a esperar y ya escucha que alguien se apoya en la puerta para ver por la mirilla. Al no ver a nadie -quizá ve sólo una sombra-, una voz que el de la silla conoce pregunta quién es. Yo, responde, y parece que el que está detrás de la puerta reconoce la voz que le responde. La llave no tarda en entrar en la cerradura y la puerta se abre.
Hola, dice, probablemente, el que está parado.
El que está en la silla de ruedas dispara una pieza de museo de la Segunda Guerra, que casualmente fue uno de los objetos que se rescataron del auto del accidente. La bala perfora la aorta, con orificio oblicuo de entrada y de salida. Después de que termina de caer al piso, adentro del departamento se escucha un grito de mujer que no parece muy convencido.
Hola, responde el de la silla, y disculpá que no me levante a saludar.