1.2.07

William Faulkner (Las palmeras salvajes) a propósito de la "Justicia".

(...) Ninguno de sus compañeros de cárcel sabía cuál era su crimen, salvo que estaba condenado a 199 años. Ese increíble e imposible período de castigo y de restricción tenía algo de vicioso y de fabuloso cual si indicara que su motivo de encarcelamiento era tal que hasta los hombres que lo habían condenado, esos pilares y paladines de la justicia y de la equidad, se habían convertido al juzgarlo en ciegos apóstoles no de mera justicia, sino de toda la decencia humana; en ciegos instrumentos, no de equidad, sino de toda la venganza y rencor humanos, obrando en un salvaje concierto personal, juez, abogado y jurado, que sin duda abrogaba la justicia y quizá la ley. Tal vez sólo el fiscal sabía cuál era su crimen. Había una mujer en su crimen y un automóvil hurtado, un surtidor robado, y el encargado, muerto a balazos. Había habido otro hombre en el coche y bastaba mirar una sola vez al penado (como lo hicieron los dos fiscales) para saber que era definitivamente incapaz del coraje borracho de disparar sobre alguien. Pero él y la mujer y el coche robado habían sido capturados mientras el otro hombre, sin duda el asesino, había escapado, así que. traído al fin al despacho del fiscal, deshecho, desgreñado y regañado ante los impecables y cruelmente alegre fiscales y la mujer furiosa entre dos policías en la antecámara detrás, tuvo que elegir. Podía ser juzgado en la Corte Federal bajo el acta de Mann y por el hurto del coche. Es decir, si elegía pasar por la antesala donde la mujer rabiaba, podía tener una oportunidad de ser juzgado por el crimen menos en la Corte Federal; pero si aceptaba la sentencia de homicidio en la Corte del Estado, podría salir por la puerta trasera, sin pasar delante de la mujer.
Eligió: enfrentó el tribunal y oyó a un juez (que lo miraba con desprecio como si el fiscal del distrito hubiera dado vuelta con la punta del pie una tabla podrida y lo hubiera puesto a la vista) sentenciarlo a 199 años en la prisión del Estado. Por eso (tenía tiempo de sobra; habían tratado de enseñarle a arar sin conseguirlo, lo pusieron en la herrería y el mismo capataz pidió que lo sacaran; de suerte que ahora, con un largo delantal como de mujer, cocinaba y barría y sacudía en las casillas de los guardas) cavilaba también, con ese sentimiento de impotencia y despecho aunque no lo demostrabacomo el otro preso, ya que no se apoyaba de repente sobre la escoba. (...)

Traducción de Jorge Luis Borges.

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