29.12.09

Argumento


Una casa.
Una habitación dentro de esa casa.
Alguien en la casa.
Uno de los azulejos de la cocina vibra al compás de la gota que cae desde la canilla.
El resumidero es eso mismo: el resumen detallado de los ingredientes que intervinieron en el almuerzo.
A la altura en que se encuentran las circunstancias, no se puede vislumbrar lo que son todos esos residuos melancólicos de espíritus negros que los padecen más de la cuenta.
El aire es color azul y le entra por la nariz, devolviéndolo color blanco a través de sus fauces, afanadas en lo celeste, en lo relativo al cielo.
Penas de variadas formas que se enroscan en sí mismas pierden su lazo con lo material.
Tres movimientos de la puerta, a manera de un gran abanico, hubieran bastado para echar a patadas a esos fantasmas del desprecio, su peor defecto, manifestado en su soledad… La puerta no se abre ni se cierra, mucho menos tres veces…
Balance: tres cigarrillos –uno de ellos prendido, aunque de costado-, un perro a punto de caer en la depresión húmeda de ver precipitarse la lluvia a través de un vidrio empañado. Una lagaña fluye estáticamente por el costado derecho de su hocico y no cae nunca, ni siquiera en una eternidad medieval, fabricada por ángeles omnipotentes, maquiavélicos artífices de futuros complots contra el dictador de turno…
Dos categorías contrapuestas: el tiempo, y el tiempo donde transcurre aquel primero.
Uno y sólo un “a la tarde nos vemos” haciendo eco en su mente vacía de espacios diagramados.

Tengo miedo de no volver, de quedarme en la meseta infinita de la contemplación” –se dice.

Vuelve atrás in mente para agarrarse de una felicidad pretérita, y más que perfecta.

Vaticino un desacuerdo entre mi reloj y el que se comunica por teléfono, oficialmente” –decidió. “SER, NO SER, DEVENIR, Y MÁS NADA; PERO UN RATO DESPUÉS” –concluye.

Toma la manteca de cacao, la unta en azúcar y come la mitad de la barra, pensando en chocolate en rama de Bariloche. La heladera está muy lejos y no hay nada que hacer al respecto: el agua se quedará en su lugar, enfriándose un poco más hasta que no se toma por desprecio mutuo entre la garganta y bajas temperaturas cuyanas.
El tercer cigarrillo se vuelve colilla de una película sobre el síndrome de abstinencia, un juego de letras sacadas y otras puestas con transportador.
Lisa y llanamente: así descansa la hoja en blanco que será garabateada por caracteres arábigos y conectivas en grandes cantidades.
Mira al perro, que ya cayó en la angustia más acérrima que hay, y siente una estruendosa empatía, que modifica hasta llevarla al lado de la compasión.

Pobre animal, no entiende nada” –piensa el perro en un acceso de terapéutica psicológica para malos estudiantes. “Si se mata, ¿cómo hago para salir de esta pocilga sin morirme de hambre antes? Tengo que empezar a llorar al lado de la puerta para que me deje salir ya

Los aullidos lo desconcentran de su insomnio de cafeína y nicotina y lo proyecta instantáneamente en la habitación, en el ruido de la gota, en la vibración del azulejo, en la picazón de su cuero cabelludo. “Si le abro, no lo veo más” –intuye. Lo mira a los ojos y lo estudia con minuciosidad científica. Un halo de escapismo pigmenta la córnea de uno de sus ojos, ése desprovisto del río estático.
Yo sabía que los colores primarios no podían ser sólo tres, ése era el color que buscaba” – dice mientras sacude la cabeza de su perro sin dejar de mirar su hallazgo cromático. “No ver los UV y los infrarrojos obedece a incapacidades materiales, en cambio el no ver el color “escapismo” es una falencia intelectual, casi voluntaria, porque no es una cuestión de grado”.
Tres casualidades habían creado el destino de que ese perro estuviera ahí: salir a caminar siendo que nunca lo hace; hacer ruido con una lata pateada a los fines; y el alboroto canino que produjo tal despilfarro de ondas sonoras, vibrantes, secas, a las cuatro de la matina.
Éste no puede ser mi destino” –se convence haciendo un ficcional descubrimiento de su verdadero fin, como un flash oracular a punto de vaciarse en un estado de felicidad momentáneo, orgásmico y dador de mucha nada post factum.
Éste sí…” –dice mientras acaricia con suavidad maternal su Colt 38. Hace tiempo que mastica tabaco y la posibilidad de jugar a la ruleta rusa con el tambor lleno, hasta el tope…
Kirìlov no me puede haber convencido de la apoteosis del suicida, del suicidio como pontífice con la divinidad” –dice mojado con gotas de indignación que salpican su rostro para luego evaporarse en una mueca de resignación beligerante.
Hay una sola cosa que necesita resolver antes de tomar “tamaña determinación”. Su duda es la siguiente: si el lápiz 8B se puede usar de delineador. Desde la dureza HB hasta la 8B, el nombre de la empresa es Faber Castell; sus usos van de los más duros (fines literarios o matemáticos) a los más blandos (Bellas Artes). Desde la dureza 8B en adelante, el nombre deviene en “Avón” o en “Maybelline New York” y su utilización se limita a la estética femenina o metrosexual.
Lo que no le cierra: el por qué le tienen que cambiar el nombre. Opciones: a) Es feo delinearse los ojos con un lápiz o con un delineador con marca de lápiz; b) Es bizarro y tendencioso escribir con un delineador grasoso, o con un lápiz con marca de delineador, aunque no en un vidrio y menos en un espejo.
¡Marketing!” –eurekea, después de lo cual empuña el revólver, alcanzándole los recursos nerviosos para disparar dos veces en su paladar, pero ni una más.
Un amanecer rojizo brota ahora de su boca profanada hacia el blanco piso de granito, que incluye un sinfín de estrellas en negativo, enmarcadas por la cuadrícula que organizan los zócalos.
Buen argumento en contra del afán de trascendencia” –filosofa el perro mientras sorbe de a poco el tibio cielo de ese amanecer rojizo, como saboreando las penas líquidas del pobre diablo, del rojo manantial a punto de coagularse en una negra noche de descomposición visceral.
Tendrías que dejar de leer Dostoievski antes de dormir” –aconseja el perro al cadáver, sarcástica y groseramente.
Cuando deja de chupar ese manjar bucólico y ritual, se posa en frente de la ventana que hace un rato mostraba la lluvia y la descomposición de los colores.
El aire azul deja de ingresar por su nariz, el blanco deja de salir de su boca, y su escarlata vitalidad cesa de fluir en su interior, casi tanto como la lagaña en el ojo del perro, pero con menos compromisos, sólo con la cantidad conveniente.
Espero que predicar la humildad de un ambiente no se tiña de condiciones económicas ni de saltos lógicos entre Economía Política y Ética.
El escenario ahora se puede calificar de humilde, básico, minimalista. Decoración austera hasta en los más mínimos detalles: un cadáver en un lado de la habitación, un perro mirando por la ventana, una silla a punto de desarmarse, un escritorio, libros de la biblioteca municipal -con fecha de devolución vencida- en ese escritorio, un azulejo flojo y una gota pendiente de la canilla y ahora estrellada sobre la ensalada residual en el resumidero, casi sobrando de una epopeya vegetal.
Ir corriendo un millón de monos con sus correspondientes máquinas de escribir; gritar hasta escupir las cuerdas vocales y luego no gritar más debido a su reciente extirpación. Eso era lo único que hubiera alterado tal disposición demiúrgica, voluptuosa y crítica acérrima de la estética clásica.
Todo azul, el cielo negro y un amanecer en la boca, el amanecer del silencio, del descanso, de los restos modestos de un alma infinita y rea de la materialidad.
Pero ya no, ahora sí que no, no te vayas a creer…
Comienza a husmear la mano en la que todavía descansa el arma, aún cargada con cuatro valiosas no-existencias. Lo sabe bien, son cuatro no-existencias. Una y sólo una basta para cada no-existencia, instrumentos de ahorro ontológico.
Unas cuantas unidades-caninas-de-medida-del-tiempo y ahora el animal repara en la bandeja con albóndigas que se distribuyen, con su correspondiente salsa a cuestas, en el cuerpo del protagonista de la eternidad, no sin hacer intervenir al piso. Sabe que será lo último que comerá, pasará un mes o dos antes de que cualquiera se percate de la ausencia del Pseudo-Kirìlov. Sabe también de las propiedades curativas de lo que todavía, aunque revestida ahora de una deliciosa salsa, reposa en la mano tiesa del muerto. “Una Colt 38” -recuerda.
El pensar en los días que le restan hasta sentir la inanición y la absorción del tejido adiposo, luego el muscular y quedar, finalmente, reducida a una bolsa de piel y huesos, le acrecienta el hambre sobremanera, violentamente. Comienza a olfatear el rostro desfigurado y mutilado –lleno de salsa también- y emprende la tarea de comer de a poco lo que queda de la carne en descomposición rápida, pero luego más todavía.
Suena una melodía electrónica en el bolsillo inutilizado por la posición en que han quedado las piernas provistas de jeans, las del muerto.
“¿Por qué será que tanta gente tiene sus bolsillos con melodías inverosímiles?, parecen robots –piensa en un instante canino y lo descubre fugazmente:
¡Marketing! –comprende el animal, luego de lo cual acaricia nuevamente la Colt, mueve la mano ya fría de su portador y se descerraja una dosis de no-existencia en la garganta, con un nuevo amanecer, nuevas estrellas, y nuevos motivos para destapar el resumidero, pegar el azulejo y darse cuenta de que lo que vibraba era la putísima ventana…

Sergio A. Iturbe
17/07/06

13.12.09

El perro


Una vez, pasando por ahí, sentí el aburrimiento, por lo que me dediqué a patear una serie de flores de colores que se disponían circular y prolijamente en un cantero: una misoginia parecida a mear la tabla de inodoro o sentarse solo en la vía pública.
Un perro, en el éxtasis de mi destrucción, comenzó a aullar mientras se sumaba a mi actividad.
Le agarré el hocico, lo apreté levemente hasta que soltó un chillido ascendente dependiendo de la presión con la que cerraba mi mano. Comprobé, de esa manera, que era un buen perro. Como los perros gustan de sentir moderados dolores, me siguió a casa, que no quedaba lejos de allí.
Abrí la reja, luego la puerta de madera, y el perro corrió hacia adentro sin siquiera dudarlo.
Abrí la heladera, saqué algo de carne y no llegó a cachetear el piso cuando el perro ya se la había tragado. Me miró con una expresión de agradecimiento disconforme.
Le saqué la llave a la puerta del patio y el perro se echó en la galería.
Me fui a dormir. Era relativamente temprano: dos de la mañana.


Al otro día, un forcejeo en la puerta principal me despertó.
Salí de mi habitación con tiempo para ver cómo el perro apoyaba las patas delanteras en el picaporte . Éste cedía y el hocico chocaba secamente contra la palanca que se volvía.
Lo llamé con un nombre genérico ("perro" o "che", no recuerdo) pero hizo caso omiso, saliendo como un rayo hacia el patio delantero.
Corrí para que no transpusiera la reja, pero no llegué. Todavía estaba dormido.
Pude ver, entonces, cómo se escurría por entre dos de los barrotes y corría hacia la calle mirando hacia adelante, siempre hacia adelante.
Un colectivo color azul, casi sin turbar su recorrido , pasó las duales derechas sobre el tórax del animal. Fue como una explosión, una orgía de gritos, tripas, sangre, heces, todo. No podía creer lo que estaba viendo.
Luego de sacudirse en convulsiones de poseso, dejó de aullar y con la mitad anterior de su cuerpo simuló un escalofrío y su lengua inerte anunció su muerte.
Una vecina, la que se encarga de recopilar los datos biográficos de todas sus adyacencias, gritó horrorosamente.
Cuando me sacudí la sorpresa quise ir a verlo, pero alguien me dijo que no, que no era necesario.

Claro que no. Nada es necesario.

Hice caso a la voz que me aconsejaba con prudencia lo que, en definitiva, yo quería. No era justamente lo primero que quería hacer después de levantarme.
Por lo menos tenía que lavarme los dientes, algo.
Me lavé los dientes y seguí durmiendo.

A eso del mediodía sentí que dos platillos de orquesta tenían sexo desenfrenado sobre mi cabeza.
Me desperté y pude ver carteles de colores y mucha gente alrededor de mi cama. Un amigo golpeaba una cacerola de teflón con una cuchara larga. El cartel, inútilmente, anunciaba artificiosamente la felicidad de mi natalicio.
Mi viejo, con una sonrisa artificiosa como el cartel, me mostró otra olla con las vísceras y trozos del perro: un desayuno sorpresa.
Odio levantarme temprano, aunque no pude más que agradecer el gesto.

Sergio A. Iturbe
13/12/09

7.12.09

El vicio (La conciencia de Zeno - Italo Svevo).


"(...) ¿cómo es posible que alguien como yo no sepa hacer otra cosa en este mundo que soñar o rascar el violín , para lo que no tengo la menor aptitud?

El obeso enflaquecido no se apresuró a responder. Era un hombre metódico y primero reflexionó un buen rato. Después, con tono doctoral muy adecuado, dada su gran superioridad en la materia, me explicó que mi auténtica enfermedad era el propósito y no el cigarrillo. Debía intentar dejar aquel vicio sin proponérmelo. Según él, con el paso de los años habían ido formándose en mí dos personas, una de las cuales mandaba y la otra era un simple esclavo, que, en cuanto disminuía la vigilancia, contravenía la voluntad del amo por amor a la libertad. Por eso, había que concederle la libertad absoluta y al mismo tiempo debía afrontar mi vicio como si fuera nuevo y nunca lo hubiera conocido. No debía combatirlo, sino dejarlo de lado y olvidar en cierto modo abandonarme a él volviéndole la espalda con indiferencia, como a una compañía a la que consideramos indigna de nosotros. Sencillo, ¿verdad?"


[Qué fácil, ¿no..?].